h. no nos dejes caer en la tentación: / i. líbranos del mal: Después de Auschwitz[1] una pregunta que dominó los escenarios de la reflexión teológica fue la siguiente: ¿cómo creer después de Auschwitz? El dolor, marcado en tantas personas que sufrieron de modo directo o indirecto llevó a la interrogante: ¿cómo es posible esto? ¿Acaso Dios quiere ese mal? ¿Por qué lo ha permitido? En primer lugar, sobre el querer de Dios, mal en el mundo la respuesta que puede darse es la siguiente: Dios no quiere ese mal en el mundo, pero lo permite. Quererlo implica una opción por lo que no es bueno y Él, cuya naturaleza es buena, perfecta… no puede querer lo que sea contradictorio consigo mismo. Nótese que la contradicción a la que aludimos no es en cuanto a su voluntad, sino en cuanto a su identidad. Y en segundo lugar, el no quererlo(=aquel mal) no implica el que no lo permita, pues de ello puede sacar un bien.
La cuestión del mal nos lleva a pensar en el libro del Génesis: hay “un algo”, una imperfección en el ser humano que lleva impreso una tendencia al mal como limitación de su naturaleza. Uno de los textos bíblicos donde fuertemente se alude a dicha “naturaleza” tendenciosa al mal es: “Entonces dijo Dios: no permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre porque no es más que carne”(Gn.6,3). En este sentido debe entenderse la concepción de la ruptura de Adán y Eva respecto de Dios. No es sino, el abrazarse a una concepción contraria a la relación personal de la imagen, donde “el Adán inocente había acogido a Eva para ser una carne con ella, pero el Adán pecador se distanciará de ella responsabilizándola de su culpa”. En dicha concepción de culpa(=pecado) la ruptura es con la conciencia del otro que lleva a la desigualdad. El “otro” no se constituye en el “nosotros”, sino que adquiere el simple papel del otro. Desde entonces, la única aceptación no es la de conformación del “nosotros” sino la de un ser inferior, al que culpo por mis acciones. Con ello, la responsabilidad brota como el condicionamiento necesario y valorativo para la adjudicación de perdón o castigo por sus obras. ¿Qué alcances tiene esta afirmación? En un primer momento podemos adentrarnos en la dimensión humana del perdón: cuando se realiza una falta, o se es víctima de una acción que consideramos “mala”(=no buena), nos sumergimos en una intranquilidad con los otros. En este contexto de “heridas”, nos encontramos con la urgencia de rectificar la culpa y reestructurar un ambiente de paz, de convivencia, etc. por medio de la reconciliación y retribución de la falta. Si la iniciativa no nace desde la persona que la ha cometido la sociedad se encarga de señalársela y elaborar las medidas para cobrar la deuda contraída respecto de ella.
Las preguntas sobre el porqué del mal en el mundo y la permisividad divina, así como los conflictos sobre la libertad entendida como don de Dios al ser humano han sido intercambiados por la afirmación del ser humano como quien se dispone a alcanzarlas sin participación o concurso de lo divino. Si por un lado, sectores pecan de un excesivo teísmo de la acción divina, por otra parte, no faltan sectores que intentan extirpar cualquier rastro de la presencia divina en el mundo. Y para quienes así piensan, afirmando la voluntad propia con la necesaria muerte de Dios nietzscheana –dominante en el pensamiento actual– los argumentos que se puedan presentar sobre la concepción del mal carecen de validez. La invitación a la que nos llama Jesús es a pedir siempre al Padre que, en esos momentos, nos libre de toda ocasión de “pecar”. Que nos asista y nos conceda su protección cuando nos sintamos inclinados al pecado. Que no nos deje caer en la tentación y que nos libre siempre de todo mal.
Dios, cada día nos sale al encuentro y nos propone un proyecto de amor, nos hace la invitación de caminar conforme a su voluntad. Y, ¿cuál es su voluntad? Dar testimonio de él: ¡Vayan por todo el mundo! ¡Transmitan lo que han descubierto! ¡Denlo a conocer! Y esto implica “relacionarse” con los demás. Vivir en una comunidad en la que se nos exige dar testimonio de la presencia de Quien se ha impreso, se ha irrumpido en la vida para llenarla. Ello obliga a hacernos “eco” de su presencia, a transmitirlo, a llevarlo en nuestros pasos y todo lo que hagamos sea “en y desde” Dios. No somos “islas” que vivimos en una especie de solipsismo. Necesitamos, ¡tenemos la necesidad! de encontrarnos con el otro. Pero, la tarea de encontrarme con los demás se torna demasiado árida en nuestros tiempos. La sociedad nos obliga a asegurar lo que tenemos, a crear nuestro propio camino en donde sólo cuenta lo que pueda alcanzar u obtener, pero sin preocuparme por los demás. Nos tornamos en una especie de “robots” que estamos configurados a ser sólo nosotros sin mirar alrededor. Sin contemplar el dolor del que sufre. Pero, apostamos por nuestros sufrimientos. Los hacemos y vemos como lo más grande nuestro dolor, pero a nuestro lado hay alguien que sufre más. Ese Dios que se hace comunidad es una invitación a despertar en nosotros esa dimensión de la vida. A que tengamos la valentía, el coraje… la fuerza… de salir a los demás. De salir al encuentro del otro constantemente, como lo hace Dios en mi vida. Pero, ¿qué experiencia de Dios vivo? ¿Cuál es la que transmito? ¿Cómo descubro a Dios en mi ser?
Un Dios que ama y se ama a sí mismo. Se dice que es la mejor comunidad del amor. Es decir, dicha relación: “el Padre conoce al Hijo y le ama. El Hijo conoce al Padre y le ama. Y de ese mutuo amarse, de ese mutuo conocerse: el Espíritu Santo” nos dice Meister Eckhart. ¿Vivimos la experiencia del amor en esta forma? ¿Soy capaz de conocerme y amarme, y por ende, de conocer y amar a los demás? El amor es una tarea difícil. Implica la capacidad de despojarse de lo que uno es para permitir que alguien externo a nosotros nos habite. Que se llegue hasta lo que somos. Ello es una experiencia dolorosa porque cuando amamos, nos tornamos vulnerables. Nos despojamos de aquellas cosas que nos son tan nuestras que quedamos vacíos. Pero, eso es una riqueza ya que, en la medida en que nos damos, somos complementados. Nos enriquecemos en la experiencia del amar. Por ello, a pesar del dolor que pueda significar, es una experiencia sumamente rica en la que nos divinizamos poco a poco, en la medida en que nos entregamos por amor.Un Dios que se acerca al ser humano. Es aquel que está más cercano a lo que realizamos. Que no permanece con oídos sordos a las necesidades de los hombres. Que no se silencia ante el clamor de su creación. Que no tuvo reparos en entregar a su único hijo como oferta de salvación, porque el ser humano, la obra de sus manos, lleva su imagen impresa. Le ha concedido la capacidad de obrar conforme a su propia voluntad, conforme a su razón, conforme a su libertad. Y todo ello, ¡por amor! ¡Por su propia iniciativa!
[1] Campos de concentración 1939-1945.
La cuestión del mal nos lleva a pensar en el libro del Génesis: hay “un algo”, una imperfección en el ser humano que lleva impreso una tendencia al mal como limitación de su naturaleza. Uno de los textos bíblicos donde fuertemente se alude a dicha “naturaleza” tendenciosa al mal es: “Entonces dijo Dios: no permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre porque no es más que carne”(Gn.6,3). En este sentido debe entenderse la concepción de la ruptura de Adán y Eva respecto de Dios. No es sino, el abrazarse a una concepción contraria a la relación personal de la imagen, donde “el Adán inocente había acogido a Eva para ser una carne con ella, pero el Adán pecador se distanciará de ella responsabilizándola de su culpa”. En dicha concepción de culpa(=pecado) la ruptura es con la conciencia del otro que lleva a la desigualdad. El “otro” no se constituye en el “nosotros”, sino que adquiere el simple papel del otro. Desde entonces, la única aceptación no es la de conformación del “nosotros” sino la de un ser inferior, al que culpo por mis acciones. Con ello, la responsabilidad brota como el condicionamiento necesario y valorativo para la adjudicación de perdón o castigo por sus obras. ¿Qué alcances tiene esta afirmación? En un primer momento podemos adentrarnos en la dimensión humana del perdón: cuando se realiza una falta, o se es víctima de una acción que consideramos “mala”(=no buena), nos sumergimos en una intranquilidad con los otros. En este contexto de “heridas”, nos encontramos con la urgencia de rectificar la culpa y reestructurar un ambiente de paz, de convivencia, etc. por medio de la reconciliación y retribución de la falta. Si la iniciativa no nace desde la persona que la ha cometido la sociedad se encarga de señalársela y elaborar las medidas para cobrar la deuda contraída respecto de ella.
Las preguntas sobre el porqué del mal en el mundo y la permisividad divina, así como los conflictos sobre la libertad entendida como don de Dios al ser humano han sido intercambiados por la afirmación del ser humano como quien se dispone a alcanzarlas sin participación o concurso de lo divino. Si por un lado, sectores pecan de un excesivo teísmo de la acción divina, por otra parte, no faltan sectores que intentan extirpar cualquier rastro de la presencia divina en el mundo. Y para quienes así piensan, afirmando la voluntad propia con la necesaria muerte de Dios nietzscheana –dominante en el pensamiento actual– los argumentos que se puedan presentar sobre la concepción del mal carecen de validez. La invitación a la que nos llama Jesús es a pedir siempre al Padre que, en esos momentos, nos libre de toda ocasión de “pecar”. Que nos asista y nos conceda su protección cuando nos sintamos inclinados al pecado. Que no nos deje caer en la tentación y que nos libre siempre de todo mal.
Dios, cada día nos sale al encuentro y nos propone un proyecto de amor, nos hace la invitación de caminar conforme a su voluntad. Y, ¿cuál es su voluntad? Dar testimonio de él: ¡Vayan por todo el mundo! ¡Transmitan lo que han descubierto! ¡Denlo a conocer! Y esto implica “relacionarse” con los demás. Vivir en una comunidad en la que se nos exige dar testimonio de la presencia de Quien se ha impreso, se ha irrumpido en la vida para llenarla. Ello obliga a hacernos “eco” de su presencia, a transmitirlo, a llevarlo en nuestros pasos y todo lo que hagamos sea “en y desde” Dios. No somos “islas” que vivimos en una especie de solipsismo. Necesitamos, ¡tenemos la necesidad! de encontrarnos con el otro. Pero, la tarea de encontrarme con los demás se torna demasiado árida en nuestros tiempos. La sociedad nos obliga a asegurar lo que tenemos, a crear nuestro propio camino en donde sólo cuenta lo que pueda alcanzar u obtener, pero sin preocuparme por los demás. Nos tornamos en una especie de “robots” que estamos configurados a ser sólo nosotros sin mirar alrededor. Sin contemplar el dolor del que sufre. Pero, apostamos por nuestros sufrimientos. Los hacemos y vemos como lo más grande nuestro dolor, pero a nuestro lado hay alguien que sufre más. Ese Dios que se hace comunidad es una invitación a despertar en nosotros esa dimensión de la vida. A que tengamos la valentía, el coraje… la fuerza… de salir a los demás. De salir al encuentro del otro constantemente, como lo hace Dios en mi vida. Pero, ¿qué experiencia de Dios vivo? ¿Cuál es la que transmito? ¿Cómo descubro a Dios en mi ser?
Un Dios que ama y se ama a sí mismo. Se dice que es la mejor comunidad del amor. Es decir, dicha relación: “el Padre conoce al Hijo y le ama. El Hijo conoce al Padre y le ama. Y de ese mutuo amarse, de ese mutuo conocerse: el Espíritu Santo” nos dice Meister Eckhart. ¿Vivimos la experiencia del amor en esta forma? ¿Soy capaz de conocerme y amarme, y por ende, de conocer y amar a los demás? El amor es una tarea difícil. Implica la capacidad de despojarse de lo que uno es para permitir que alguien externo a nosotros nos habite. Que se llegue hasta lo que somos. Ello es una experiencia dolorosa porque cuando amamos, nos tornamos vulnerables. Nos despojamos de aquellas cosas que nos son tan nuestras que quedamos vacíos. Pero, eso es una riqueza ya que, en la medida en que nos damos, somos complementados. Nos enriquecemos en la experiencia del amar. Por ello, a pesar del dolor que pueda significar, es una experiencia sumamente rica en la que nos divinizamos poco a poco, en la medida en que nos entregamos por amor.Un Dios que se acerca al ser humano. Es aquel que está más cercano a lo que realizamos. Que no permanece con oídos sordos a las necesidades de los hombres. Que no se silencia ante el clamor de su creación. Que no tuvo reparos en entregar a su único hijo como oferta de salvación, porque el ser humano, la obra de sus manos, lleva su imagen impresa. Le ha concedido la capacidad de obrar conforme a su propia voluntad, conforme a su razón, conforme a su libertad. Y todo ello, ¡por amor! ¡Por su propia iniciativa!
[1] Campos de concentración 1939-1945.
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