viernes, 29 de febrero de 2008

Limpia, Señor, las tinieblas de nuestros ojos para que podamos contemplar tu luz


“Quien permanece mucho tiempo en las sombras puede convertirse él también en tinieblas”. Quien no está acostumbrado a la luz no puede soportar la claridad en la mirada. Es decir, si en el caminar de nuestra vida, los senderos que recorremos siempre están cubiertos de oscuridad, cuando encontramos la luz, en vez de iluminar nuestros pasos en el camino, nos producirá dolor.
Queridos hermanos y hermanas, continuamos con este recorrido cuaresmal. Lo iniciamos entrando en el desierto (1er Domingo de Cuaresma). Allí se nos decía que, caminar por el desierto es una ocasión para sufrir la tentación. Es decir, éramos invitados a reconocer en nosotros todas y cada una de las cosas a las que debemos morir como preparación para la gran noche de la resurrección. Esa era una ocasión para iniciar el recorrido de nuestra transfiguración, de nuestra transformación, de iniciar nuestra subida al monte y contemplarnos desde el encuentro con la voluntad divina, con el Dios de Jesucristo (2do Domingo de Cuaresma). Inmediatamente, se nos dice que: caminar por el desierto nos produce sed, pero Dios mismo nos sale al encuentro y nos confronta con nuestra vida (3er Domingo de Cuaresma) a la vez que, nos invita a mirarnos hacia el interior y ver qué cosas son las que hemos ido guardando allí y que nos impiden encontrar a Dios. En este día, la Iglesia nos propone el tema de la luz. ¿Cuáles son las sombras de mi vida que necesitan de “aquella luz” y claridad? ¿Cuáles son las transformaciones que necesito transformar en esta preparación?, son quizás las preguntas fundamentales que podemos hacernos.

¿Quién pecó? ¿Éste o sus padres?

Es la pregunta que hacen los discípulos a Jesús, como queriendo decir: ¿“Mira, de quién es la culpa para que éste sufra esa condición”? Decía un antropólogo cristiano, René Girard: “La sociedad siempre necesita de un culpable para continuar su generación de violencia. Pero, ésta se rompe cuando aparece una víctima que asume sobre sí la culpa, voluntariamente. Y éste hacerse víctima ya no engendra nueva violencia”. Y es que, siempre necesitamos hacer de alguien el acreedor de las culpas para sentirnos tranquilos. Los discípulos, como buenos judíos mantenían la idea común de la época: “cualquier carencia física que se pudiera padecer o sufrir, cualquier enfermedad, etc. era signo de pecado”. Un pecado que se transmitía de generación en generación. Por ello, sin contemplar otras posibilidades, ya están agenciando la culpa: para que sea ciego, tiene que haber pecado alguien, si no fue él, fueron sus padres.
En la sociedad en la que vivimos hemos aprendido a rendir culto a la vanidad y a la banalidad. Hemos sido educados para fijarnos siempre en lo que aparece a simple vista en las personas. Sin embargo, tal como diría el zorro al Principito de Antoine de Saint-Exupery: “Lo esencial es invisible a los ojos sólo se ve bien con el corazón”.[1] Es decir, para descubrir al otro, la riqueza que hay en él, no basta el simple mirar con los ojos sino que hay que mirar desde el interior. En el libro del Génesis se nos presenta, en los relatos de la Creación, que “Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza”(cf. Gn.1,27). Esto es, que puso en cada persona lo que Él es. Por esto, nadie puede sentirse con autoridad o derecho para arrancar esta imagen divina que fue puesta en cada persona. Y cuando nos fijamos en los defectos, cuando damos más valor a “lo que aparenta” por encima de “lo que se es” estamos anulando el respeto a la dignidad y valor de la persona. Nos tornamos en ciegos, en personas carentes de ver la presencia de Dios en los demás.
Era ciego de nacimiento… pero, pese a su ceguera, demostró que podía ver más allá de lo que veían los demás. Pudo reconocer en aquel que le salía al encuentro que no era una simple persona, sino que era el Hijo de Dios, el Mesías, el salvador. La gente que era representada por los maestros de la ley y los fariseos, veía en Jesús a un pecador que quebrantaba la ley y que hacía lo que no estaba permitido: curar a alguien, devolverlo a Dios, perdonando sus pecados. Es decir, devolviendo su vida a Dios. ¿Por qué esto? A veces, pensamos que tenemos a Dios sólo con nosotros, creemos en un Dios exclusivo, un Dios que es “a mi manera”. Y con esta idea, esperamos que sea conforme lo hemos ido formando, pero cuando alguien nos saca de la idea que nos hemos creado sobre Dios lo vemos como un problema para la seguridad de nuestra fe. Se tambalean los cimientos en los que hemos construido nuestra fe. Nos oponemos por tanto a dejar a Dios ser Dios. Nos cerramos la vista a su acción bondadosa y misericordiosa para con el ser humano, hechura de sus manos, imagen suya. El ciego veía en Jesús a un profeta que obraba la misericordia de Dios, mientras ellos veían lo meramente humano. Jesús le abrió los ojos… con ese gesto, Jesús nos deja claro que la acción de Dios va más allá de los criterios humanos. La acción de Dios no mira la condición de la persona, sino que realiza su obra salvífica por su propia iniciativa. Por ello, la pregunta que hacen los discípulos: “¿quién pecó, éste o sus padres?” recibe la desaprobación de Jesús. Él nos enseña que, allí en lo débil, en la fragilidad, en lo que aparenta nada a los ojos humanos Dios mira con amor y realiza su obra de salvación. ¿Cuál es nuestra actitud? ¿Proclamamos –como el ciego– que Jesús es el Hijo de Dios y nos hacemos sus discípulos? O por el contrario, ¿nos hacemos ciegos como los maestros de la ley y los fariseos?
“Yo soy” –decía el ciego– (cf. Jn.9,10). Esta expresión nos recuerda el texto del Éxodo donde Yahvé revela a Moisés su nombre: “yo soy el que soy” (cf. Ex.3,14). Es, precisamente el gesto primero que hace el ciego cuando se le abre la vista. Se confronta con su identidad, con lo que él es, se confronta consigo, pero también se descubre en un contexto comunitario. El encuentro con la persona de Cristo y su aceptación y seguimiento no puede estar ajeno al otro. Nos exige “estar y ser con y para el otro”.
Queridos hermanos y hermanas, la vivencia de la fe es algo comunitario. Parte desde nuestro encuentro con la persona de Cristo, pero ésta nos vuelve hacia la comunidad. La fe no es algo que se vive aislado e independiente del resto de la comunidad, de las personas que me salen a diario al encuentro, sino que la misma se alimenta de la fuente que es Cristo y a su vez, se enriquece y nutre en la práctica y vivencia “en, desde y con los otros”. Pero, ¡nos exige confrontarnos con nosotros mismos, contemplar nuestra identidad, mirarnos a nosotros mismos y ver si podemos decir con el ciego: “Yo soy” (cf. Jn.9,10). Esta es la única vez que Juan –en su evangelio– pone en labios de un ser humano aquella expresión. Con ello quiere manifestarnos que, a partir de nuestro encuentro con Jesús, al abrirnos incondicionalmente a Él, al acogerlo en nuestra vida como salvador y redentor, como aquel que nos muestra el verdadero rostro del Padre, nos hacemos partícipes de su identidad: somos por tanto, sus discípulos. Pero, ello exige tener los ojos bien abiertos para ver y contemplar la luz.

“¿También ustedes quieren hacerse sus discípulos?” (cf. Jn. 9,27)

Esta es la interrogante que propone el que era ciego, a los maestros de la ley y a los fariseos. Una pregunta que también se nos hace a nosotros: ¿realmente queremos ser sus discípulos? ¿Realmente vivimos con discípulos suyos? No sólo basta con decir que creemos. Tampoco es suficiente vivir sólo de obras buenas –sin creer– ya que eso también lo hacen aún los que no conocen el evangelio. Podríamos pasar toda nuestra vida dedicados a la oración, a la práctica de devociones, a hacer cosas externas en actividades religiosas, pero si no me siento, vivo e interiorizo lo que implica ser su discípulo ¿qué sentido tiene todo lo que pueda realizar?Decía Dante en La Divina Comedia: “El camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones”. Podemos pasar la vida confiando en nuestras intenciones, pero es necesario vivirlas. Y ello nos exige creer. Creer en la persona de Cristo. “El mundo tiene hambre y sed de Dios” nos dice constantemente el papa Benedicto XVI. ¿Cómo colaboro, como cristiano, a saciar esta sed? ¿Qué cosas realizo? ¿Ayudo a los demás para que puedan ver –porque yo he visto–? O por el contrario, ¿prefiero que permanezcan ciegos por temor a que me rompan todas las seguridades en las cosas que creo y que carecen de fundamentos sólidos?

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[1] SAINT-EXUPERY, Antoine de. El principito. Capítulo XXI. en http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/LiteraturaFrancesa/saint-exupery/ElPrincipito