sábado, 9 de junio de 2007

EL PADRENUESTRO: ENCUENTRO CON DIOS Y CON EL HOMBRE (5 de 6)


A menudo, porque somos muy humanos, tendemos a interesarnos demasiado por conocer qué cosas nos depara el futuro. Queremos conocer qué hay más allá: si me irá bien, si tendré dinero, si tendré trabajo, si seré rico o famoso, si me casaré… cómo será… cómo se llamará… y en esa necesidad, en esa búsqueda desesperanzada nos acercamos a “adivinos”, a “gurúes”, etc., para que nos den un respiro que nos haga esperar, para que nos digan dos o tres cosas que queremos escuchar y que nos provean una oportunidad para confiar. Vivimos en un ambiente en donde esperar ha sido cosa del pasado. Ya no tenemos la sensibilidad para esperar. Nos hemos dejado contagiar por la desilusión de un mundo que marcha tras una especie de sinsentido, donde nada tiene que esperar o desear. Pero, ¿qué ha sido de la esperanza? ¿Dónde ha quedado nuestra capacidad de maravillarnos? En el texto, Jesús propone dos imágenes maravillosas: “los pajarillos no trabajan y tienen su alimento… los lirios del campo no bordan, costuran o tejen y están siempre vestidos de hermosos colores”(Mt.6,25-28). Entonces, ¿cuánto más no ha de darnos Dios a nosotros hechura de sus manos de un modo especial? Jesús nos invita a algo concreto: a no desconfiar(=a no perder la confianza) en la asistencia divina, confiando siempre en su palabra la que nos queda como legado al final del evangelio según Mateo: “sepan que estaré con ustedes hasta el final de los tiempos”(Mt.28,20). Maravillosa promesa la que nos deja: que siempre gozaremos de su presencia, que nunca nos arrancará de su mano. Por ello, a quienes dicen que lo único seguro que tenemos en la vida es la muerte, tenemos que decirles que se equivocan, pues ¿dónde queda el amor divino? ¿Acaso nos lo retira? Y, con dicha promesa, ¿aún nos atrevemos a desconfiar?
“Danos el pan nuestro de cada día” no es sino el reconocimiento de que no debemos aspirar a grandes riquezas, sino agradecer a Dios por cada uno de los dones con que nos bendice a diario. Todo lo que tenemos proviene de Dios, Él nos lo ha concedido. Él conoce lo que necesitamos, y por ello, nos brinda aquello necesario para vivir. Sin embargo, sucede que en el mundo actual, el ser humano ha querido reinterpretar esta voluntad divina a sus propios antojos donde encontramos a “pocos” que tienen mucho –en exceso– y a “muchos” que tienen poco o lo que es peor: ¡no tienen! La realidad de las riquezas en el mundo es que están mal repartidas, y nosotros, como miembros de la Iglesia, estamos llamados a ser profetas que denuncien tales situaciones de injusticia. Estamos obligados a denunciar las actitudes pecaminosas que no corresponden con la voluntad de Dios. Hemos, también, de ser profetas que anuncien que todos somos partícipes de la obra de sus manos. Profetas que declaren y señalen a quienes se enriquecen con lo que no les corresponde, que todo aquello con lo que se han hecho en exceso no es su pan de cada día y por ende, se lo han quitado a los demás. Ojalá que nuestra oración de cada día corresponda con esta invitación de Jesús: ¡danos Padre, el pan nuestro de cada día! Que no falte a nadie su pan, pues Tú, que conoces el corazón de cada hombre y mujer conoces lo que es justo. Haz que sea, que me haga sensible a la necesidad de los que han sido privados de su parte de pan.
g. perdona nuestras ofensas como también perdonamos a los que nos ofenden: Adentrarse en la dimensión humana del perdón es concebir los instantes en que se comete una falta para con alguien, o cuando se es víctima de una, nos sumergimos en una especie de intranquilidad que nos limita nuestra capacidad de relaciones con los otros. En este contexto de “heridas”, la urgencia de rectificar la culpa y crear los espacios de paz por medio de la reconciliación y corrección de la falta acercan a quienes se han distanciado en sus relaciones. El ser humano por su naturaleza es un ser que tiende a la sociabilidad. Pero, esta socialización está sometida a la racionalidad. Allí se sumergen las “heridas” que corresponden a la condición de “ruptura” entre la persona que hiere y la persona herida. Ahora, si a esta condición de ruptura le añadimos elementos varios que aportan complejidad, tales como: ruptura con el amor; ruptura con el amor a Dios, a sí mismo y a los demás, la violencia que envuelve la condición de culpa, la noción de pecado, etc., el panorama se torna aún más amplio y podemos caer en reducciones que restan importancia al ámbito reconciliador.
Sin embargo, este Hijo(=Jesucristo) en la interpretación y los giros que otorga a la realidad del perdón, tras añadir una dimensión liberadora en quiebre con las interpretaciones veterotestamentarias, permite identificar en primer plano los alcances de un acto misericordioso del Padre que se derrocha gratuitamente para con sus hijos, sin importar las dimensiones de su pecado. Basta fijarnos en los diversos personajes penitenciales de los evangelios para identificar esta ubicación de parte de Dios para con los que son excluidos en la sociedad por su “condición” pecaminosa.La gente afirma muy a menudo que carece de sentido la reconciliación porque no tiene nada que reconciliar con la sociedad. Es la sentencia del individualismo que se traslada al núcleo de un sacramento de “paz”. Estar en paz con la comunidad es la aceptación a que se puede vivir la fe en la comunidad. Pero, las apuestas del mundo moderno venden la idea de una polarización comunicativa entre Dios y la persona, sin necesidad de intermediarios. Y, dentro de esta gama de apreciaciones individuales el sentido de comunidad sigue su curso al detrimento de la construcción del Reino que se realiza en el aquí y ahora, aunque su proyección sea futura. Donde reina la división no se puede vivir en paz y por tanto, no se realiza la vida de la comunidad, aunque se pueda sentenciar con Caifás “es mejor que muera un hombre por el pueblo a que se pierda todo el pueblo”(Jn.11,50) Pero, “no son los sanos quienes necesitan medicina sino los enfermos”(Mt.9,12). Y el perdón que nos concede el Padre es un don gratuito desde su ser mismo. Jesús nos invita a perdonar, así como el Padre lo hace. Es decir, a reconocer en el otro aquella imagen impresa por Dios mismo. La gracia nos permite ser imagen de una nueva manera de Dios. Pablo va a insistir en una regeneración(=re-creación) Esta gracia tomada como acontecimiento de divinización nos está llevando a la pregunta de ¿quién es Dios? Hablar de una participación como habla Pedro –“que a partir de la muerte de Jesús hay algo nuevo que nos da una nueva forma de ser”–. Pero ¿qué es este “algo nuevo”? Este algo nuevo que nos da Dios, que nos regala, es Él mismo. La gracia no es una realidad que se recibe en individual sino en relación con los otros. Tiene una dimensión social: pone en contacto toda la naturaleza aunque la supera. Cuando somos transformados por la gracia nos hacemos “cristiformes”. En este sentido la gracia se nos aparece como un hecho de filiación por/con el Hijo. El mismo acontecimiento de la filiación nos sugiere un acontecimiento de hermanos con quienes son hijos. Esto se concentra en el Padre Nuestro: decimos “PADRE” con otros. Esta filiación se da en esta resurrección que no es un hecho histórico, pero que también lo es. Todos somos redimidos en tanto Jesús abre tal posibilidad. Pero, no todos aceptan esa redención. Por ello, quien es capaz de no guardar su propia vida para hacerle más posible la vida al otro está llevando más allá esa posibilidad.

No hay comentarios.: