martes, 5 de junio de 2007

EL PADRENUESTRO: ENCUENTRO CON DIOS Y CON EL HOMBRE (2 de 6)


Pero así como el Padrenuestro es una oración rica, de una experiencia de vida que se desprende de la predicación de Jesús –que nos narran los evangelios–, es a su vez, una oración comprometedora. Tiene unas exigencias radicales que nos invitan a reflexionar y a no tomarla a la ligera. Es decir, la afirmación de cada petición es un complejo que se tiende hacia nosotros en el que nos comprometemos a ser consecuentes con lo que expresamos. De este modo:
a. Padre Nuestro: La identificación de Jesús es una de total adhesión al Padre. “Que todos sean uno como tú Padre, y yo somos uno”(Jn.11,17.23). Y desde esta unidad nos invita a acceder al conocimiento del Padre, a acercarnos a este de una manera sencilla, con un corazón despojado y abierto a recibir su presencia: “te doy gracias Padre porque has ocultado estas cosas a los sabios y ricos y se las has revelado a los pobres y sencillos”(Mt.11,25). Es decir, el encuentro con el Padre no está condicionado a los conocimientos que podamos tener, sino a una experiencia de total vaciedad. Es la acercarnos a Él sin querer nada más que su presencia. Es adentrarnos en una relación tan íntima: de “encuentro”(=de contacto) con Dios -donde El toma la iniciativa-como aquel Padre que siempre esta dispuesto a acogernos a pesar de que nos hallamos alejado de su presencia, de su casa, queriendo hacer nuestra vida sin su presencia tal como nos expone el evangelista Lucas en la narración de la Parábola del Hijo pródigo(=Padre amoroso). Es la experiencia de descubrirlo siempre ahí, aguardando frente a la ventana, esperando por el momento en que nos dispongamos a regresar por el camino que antes emprendieron nuestros pasos para alejarnos de su presencia. Aquel que espera siempre a que nos dispongamos con total comprensión y alma a retornarnos a Él con toda nuestra vida. Es la experiencia netamente plena que nos narra el Cantar de los Cantares de aquella ocasión en que se nos hace presente: “Mi amado es para mí y yo soy para mi amado”(Cant.6,3). Y en esa experiencia, como nos dice San Juan de la Cruz: “en la noche oscura con ansias de amores inflamada, oh dichosa ventura, yo salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada”. Y ¿qué más desear?, si habiendo sufrido el dolor de la ausencia, el camino del desierto, siempre ha estado ahí, dispuesto a recibirnos y llegarse hasta nosotros desde su amor que es eterno. Así nos lo propone el profeta Oseas: “Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón. Allí le daré sus viñas, el valle de Akor lo haré puerta de esperanza; y ella responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que subía del país de Egipto. Y sucederá aquel día –oráculo de Yahveh- que ella me llamará; "Marido mío", y no me llamará más; "Baal mío". Yo quitaré de su boca los nombres de los Baales y no se mentarán más por su nombre. Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh.”(Os 2, 16-19.21-22). Es el Padre que accede a nosotros con su presencia siempre actuante en la historia de los hombres y de las mujeres de todos los tiempos. A ese Dios, es al que Jesús nos invita a llamarle Padre. Pero, no un Padre personal y/o exclusivo, sino un padre que es “Padre de todos”. Aquella experiencia de su identificación con el Padre, predicada en los contenidos de su mensaje del Reino ahora nos la comparte y nos invita a gritar, a exclamar, a decir: ¡Padre Nuestro! ¡Padre de todos! ¿Cuál es mi identificación de Dios? ¿Cómo lo concibo? ¿Me siento libre de llamar a Dios: Padre? Nos dice el apóstol Pablo: “somos coherederos con Cristo…”(Rm.8,14-18). Es decir, Aquel que no perdonó a su propio Hijo nos concedió la gracia de poder llamarle Padre. Un Padre que siempre se preocupa por la “obra de sus manos” como nos dice el Salmista. Y, no conforme con ello nos concede ser sus hijos. Tal vez, una de las expresiones más radicales que se encuentran en las Sagradas Escrituras y que nos muestra esta realidad del Padre es la primera de las palabras de Jesús en la Cruz que meditamos en el Viernes Santo. Esa palabra es acreedora de una gama de referentes que nos permiten el acceso no sólo a la comprensión de la relación de Jesús con su Padre, sino también, a la invitación que nos hace a acercarnos a Él en dicha actitud filial que se devela en el desarrollo de toda la oración del Padrenuestro. Nos dice Jesús: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”(Lc.23,34). Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen... es el grito de una sociedad que se encuentra sumergida en el dolor y la angustia. La desesperación se apodera del ser humano cuando es un intento de supervivencia pierde todo sentido en la vida, experimentando un vacio existencial. Así, se encuentra cabizbajo, explorando momentos que le resuelvan todo lo que no quiere mirar al rostro, distribuyendo culpas que sólo le corresponden. Mientras, crucifica consigo a los inocentes que comparten su historia en un mundo que gime y grita dolores de parto(Rm.8,22). El ser humano ha querido hacer la vida sin Dios. Se dice para sí que no existe Dios, mientras en su interior va germinando el dolor, el sufrimiento, la desolación y la muerte que se producen tras el intento de arrancar –al no reconocerle– a Quien actúa en nuestros proyectos. Pero, ¿con qué fervor nos acordamos de Dios en esos momentos en que gemimos y lloramos en este valle de lágrimas? ¿Con cuánta devoción nos acercamos a Dios mientras pedimos que se nos elimine de nuestras vidas la posibilidad de la muerte? ¡No queremos morir! Nos aferramos a esta existencia como chiquillos que se abrazan a sus juguetes para que no se los quiten cuando ha llegado el momento de dormir. ¿Con qué ímpetu exigimos con el Salmista “permite que yo pueda levantarme para que yo les dé su merecido”(Sal.40,11) a esa gente malvada y perversa que sólo busca mi perdición? ¿En dónde queda nuestra capacidad de perdón? ¿La misericordia? Un frío glaciar que se congela en el océano de nuestra indiferencia. Olvidado en lo más recóndito de nuestras vidas, al que recurrimos cuando nos sentimos heridos; a punto de morir. El perdón es el olvido de nuestras almas. Un vacío que llevamos a cuestas, sólo para rescatarlo cuando tenemos la necesidad de que se nos perdone. ¿Con qué derecho proclamamos: perdona nuestras ofensas, si a la hora de perdonar a quien nos ofende no somos los más prestos a ejecutar ese compromiso? ¡La condición humana es débil! La capacidad del sufrimiento no es una de las virtudes del ser humano y cuando llega la prueba, se abren cientos de posibilidades para sucumbir y arrepentirse de toda la vida anterior. Una sociedad carente y necesitada de perdón. Pero, no ese en el que las ganas de acercarse a un compromiso se enflaquece mientras se engorda el orgullo. Es el perdón solidario, dispuesto a continuar una marcha que puede parecer ardua, interminable, agotadora, dolorosa... porque nos causa la muerte. Morir a nosotros mismos para entrar en la dinámica del amor. ¡Y esto duele, porque implica hacerse vulnerable! En esta palabra, Jesús llama a Dios: “Padre”. No es la primera vez que lo hace pues las Escrituras lo presentan dirigiéndose a Él como tal. Cuando oren, digan así: “Padre nuestro...” Es el Hijo que se reconoce en el Padre, que se identifica con él y que le ama: “El Padre y yo somos uno...” “Para que entiendan Padre, que tú estás en mí y yo en ti...” Un Padre al que se clama y suplica, ya no que aleje el Cáliz, ni mucho menos que venga y extermine a aquellos que lo han llevado hasta esa situación, porque “…mi Reino no es de este mundo. Si fuera de este mundo, mis ejércitos vendrían a impedir que cayera en manos de ustedes”(Jn.18,36).

1 comentario:

Teófilo de Jesús dijo...

¿Te puedo preguntar quién eres?