Terminamos la primera parte con el texto de Mateo 5,13-20. En estos momentos, proponemos unos comentarios para la continuidad del tema.
A. Dar sabor para la transformación:
Son conocidas por todos, las consecuencias de la sal. Si bien es cierto que posee una dimensión de dar sabor para despertarnos al sentido del gusto el placer de lo exquisito, no es menos cierto que para todos sea buena. Claro, aquí entran las dimensiones del uso y abuso a las cuáles no entraré. Sin embargo, cuando tenemos una comida, por más apetitosa que resulte a la vista, si carece de la sal, al primer contacto con el paladar nos provoca rechazo. ¿A quién le gustan las cosas que carecen de sabor? Responsabilizarse de la propia vida en las circunstancias actuales en las que vive el ser humano, rodeado de tantas vicisitudes, le llevan a situarse de frente a su propio destino. Los caminos recorridos le aparecen sin sentido, no porque no los haya hecho, sino porque el mundo y la historia le hacen ver que no ha caminado conforme a los planes que ha propuesto. Los ha hecho con su libertad, independiente de que el mundo vaya por otro lado. Y la sociedad no acepta que haya quienes piensen distinto. A ellos, los crucifica y condena con las más viles atrocidades. Aunque no les mate el cuerpo, les somete a la muerte en su dignidad, en lo que son como personas. Les excluye y pone al margen de la práctica social donde no tengan y/o puedan “decir”. Se les condena a experimentar “la muerte en el silencio” porque todo lo que digan va a crear conflictos. Y a quienes ostentan el poder no les conviene que “haya quienes gritan” o “denuncian” los males sociales. Necesitan callarlos para no tener que confrontarse con el fruto de su pecado. Necesitan silenciarles para que no lancen al rostro las injusticias que se cometen. Necesitan apagar sus voces para que no haya quién les señale, en justa razón, el mal y daño que se comete. Nos decía René Girard: “una sociedad en la que cuando un justo se pronuncia es sentenciado”.
Entonces, llegan las situaciones de crisis; la búsqueda de sentido se detiene, y la persona se sumerge en “desazón de la vida”. La misma se torna en desabrida y sin valor que necesita ser impregnada con la “sal” de anhelos, de esperanzas, de ilusiones, y aún de utopías, para el sabor de transformación que se comparta y haga con los otros. En estas dimensiones la sal adquiere valor: cuando cumple su tarea de saborear, pero “en su justo punto”. Sin excesos o carencias. Sino en “el justo medio” –que es la virtud–.
Si por pequeño que sea lo que hacemos con la sal, transformamos el gusto de una comida y la hace exquisita, cuánto no constituirá de valioso en una persona que transforma sus crisis en esperanzas. Es pues, la sal, aquel conceder la riqueza de una vida que se abre a las posibilidades del dejarse transformar por un mínimo. Es, dentro de las identidades de la vida cristiana y social –vida y obrar como testimonio de fe– donde se confrontan los problemas entre “el yo cristiano” y el “yo social”. Pero, ¿a cuál de ellas damos primacía? ¿Las ejercemos como algo independientes? El apóstol Santiago propone: “muéstrame tu fe sin obras que yo por mis obras te mostraré tu fe”(Stgo.2,18) De nada sirve manifestar que se cree, si en el momento en que estamos urgidos a dar testimonio de ello, nos dejamos arrastrar por corrientes ideológicas que ensombrecen y ponen en crisis nuestro creer. ¡Todo fanatismo es dañino!
B. Luz para el ser:
En la vida del ser humano existen oscuridades que se desvanecen con el tiempo si no permite la entrada de la luz, o si la misma no se renueva con el paso del tiempo. Un bombillo después de haber iluminado “x” cantidad de tiempo, se quema y ya no vuelve a brindar luz. Una vela se consume en la medida en que ha regalado la luz que brota desde lo que lleva adentro –el hilo que se quema–, sin embargo, cuando se ha terminado, podemos utilizar la cera para hacer otra nueva y así sucesivamente. Considero que esta imagen nos puede ayudar para la reflexión de este apartado.
En la vida social, en nuestra práctica cotidiana, como cristianos, estamos llamados a “iluminar desde nuestra experiencia de fe cada una de las situaciones con las que nos confrontamos”. Ello brota desde la confrontación, conocimiento y compromiso con la persona de Cristo y su anuncio de la Buena Nueva del Reino. Ello significa “abrazar a Jesús como el modelo supremo desde el que regiremos nuestra vida”. Y a su vez, trae implícita, la tarea a la que debemos aspirar en nuestro acontecer social: la praxis de la fe. Pero, no una fe a ciegas ni mucho menos fanática. Cada ámbito tiene sus criterios propios mediante los cuales se rige. No es trasladar a la vida social los criterios como “absolutos” de aquello en lo que creo, sino reflexionarlos a partir de lo que constituyen para mi vida cristiana y obrar conforme a lo que emerge. Tampoco significa que “debo seguir” las normas que se estipulan socialmente y obrar como si no creyera en nada. La práctica debe ser aquella en la que se contempla la virtud. Es decir, el justo medio –pues no es convertir la vida en una dualidad de identidades–. Por ejemplo: uno de los temas disputados actualmente es el de la pena de muerte. ¿Debemos apoyar, siendo cristianos, tal práctica? Lo triste del caso es que encontramos a muchos cristianos –en esta disyuntiva– que se van del lado de los que la apoyan. Pero ¿a qué responden? Los argumentos que ofrecen para el apoyo de la pena de muerte, al ser analizados críticamente no corresponden a nada más que no sea un “deseo de venganza”. (Si no, pregunten a cualquier cristiano que apoye la pena de muerte y pídanle argumentos). Sin embargo, ningún cristiano, que realmente practique y viva radicalmente lo que “dice creer”(=su fe) puede estar a favor de la pena de muerte. ¿Por qué? Uno de los principios que rigen la doctrina cristiana es “la vida es dada por Dios y sólo a Él le pertenece” –o como dice en las Escrituras: “De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios. Luego con la vida me agraciaste y tu solicitud cuidó mi aliento”(Job 10,11-12); “Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá retornaré.Yahveh dio, Yahveh quitó: ¡Sea bendito el nombre de Yahveh!”(Job 1,21); “Ved ahora que yo, sólo yo soy, y que no hay otro Dios junto a mí.Yo doy la muerte y doy la vida, hiero yo, y sano yo mismo (y no hay quien libre de mi mano).”(Dt.32,39)–. E, independiente de lo que establezcan las leyes sociales, quien se “proclama cristiano” tiene la obligación de respetar la vida de otra persona aunque aquella no haya respetado la de otros. Nadie tiene el derecho a quitarla excepto Dios. Y no con ello quiero y/o pretendo sonar ni ser fundamentalista. Tenemos que contemplar las cosas desde diversos ámbitos y no cerrados sólo a la razón, la venganza o la fe sin fundamentos. Hay que establecer un balance desde donde podamos dar respuestas a lo que creemos. El apóstol Pedro nos lo propone: “ustedes estén siempre prestos a dar razón a todo el que les pida razón de su esperanza”(1Pe.3,15). Es decir, nuestra fe, así como es la vivencia desde una forma de vida, tiene que estar dispuesta a ser fundamentada. Y la vida social siempre nos va a exigir y/o a confrontar con ella.
Pero, así como puede desvanecerse en nosotros aquella luz y las oscuridades se convierten en obstáculo para encontrarnos con el otro, tenemos la necesidad de que dicha luz sea encendida. No para buscar de noche sino para buscar siempre. Y, esta búsqueda implica abrirse al otro, dejar que me interpele, que se haga y nos hagamos en la comunión, hacer de luz mutuamente. Somos como antorchas que brillan en la fría oscuridad, pero si nos juntamos, podemos hacer una fogata que ilumine al mundo y brinde calor a la humanidad. La luz puede constituir dos dimensiones: ser (=irradia e ilumina) y/o carecer (=deja en sombras). La vida en la comunidad de creyentes está marcada por ambas dimensiones. Si por un lado posee luces que le llevan a caminar y seguir en la búsqueda de la realización del Reino, por el otro, existen carencias que se levantan como obstáculos a estas luces que le impiden brillar.
Si contemplamos nuestra realidad como pueblo ¿qué elementos podemos identificar como luces y como sombras? ¿Qué cosas brillan y cuáles opacan? Intentemos un ejercicio:
Son conocidas por todos, las consecuencias de la sal. Si bien es cierto que posee una dimensión de dar sabor para despertarnos al sentido del gusto el placer de lo exquisito, no es menos cierto que para todos sea buena. Claro, aquí entran las dimensiones del uso y abuso a las cuáles no entraré. Sin embargo, cuando tenemos una comida, por más apetitosa que resulte a la vista, si carece de la sal, al primer contacto con el paladar nos provoca rechazo. ¿A quién le gustan las cosas que carecen de sabor? Responsabilizarse de la propia vida en las circunstancias actuales en las que vive el ser humano, rodeado de tantas vicisitudes, le llevan a situarse de frente a su propio destino. Los caminos recorridos le aparecen sin sentido, no porque no los haya hecho, sino porque el mundo y la historia le hacen ver que no ha caminado conforme a los planes que ha propuesto. Los ha hecho con su libertad, independiente de que el mundo vaya por otro lado. Y la sociedad no acepta que haya quienes piensen distinto. A ellos, los crucifica y condena con las más viles atrocidades. Aunque no les mate el cuerpo, les somete a la muerte en su dignidad, en lo que son como personas. Les excluye y pone al margen de la práctica social donde no tengan y/o puedan “decir”. Se les condena a experimentar “la muerte en el silencio” porque todo lo que digan va a crear conflictos. Y a quienes ostentan el poder no les conviene que “haya quienes gritan” o “denuncian” los males sociales. Necesitan callarlos para no tener que confrontarse con el fruto de su pecado. Necesitan silenciarles para que no lancen al rostro las injusticias que se cometen. Necesitan apagar sus voces para que no haya quién les señale, en justa razón, el mal y daño que se comete. Nos decía René Girard: “una sociedad en la que cuando un justo se pronuncia es sentenciado”.
Entonces, llegan las situaciones de crisis; la búsqueda de sentido se detiene, y la persona se sumerge en “desazón de la vida”. La misma se torna en desabrida y sin valor que necesita ser impregnada con la “sal” de anhelos, de esperanzas, de ilusiones, y aún de utopías, para el sabor de transformación que se comparta y haga con los otros. En estas dimensiones la sal adquiere valor: cuando cumple su tarea de saborear, pero “en su justo punto”. Sin excesos o carencias. Sino en “el justo medio” –que es la virtud–.
Si por pequeño que sea lo que hacemos con la sal, transformamos el gusto de una comida y la hace exquisita, cuánto no constituirá de valioso en una persona que transforma sus crisis en esperanzas. Es pues, la sal, aquel conceder la riqueza de una vida que se abre a las posibilidades del dejarse transformar por un mínimo. Es, dentro de las identidades de la vida cristiana y social –vida y obrar como testimonio de fe– donde se confrontan los problemas entre “el yo cristiano” y el “yo social”. Pero, ¿a cuál de ellas damos primacía? ¿Las ejercemos como algo independientes? El apóstol Santiago propone: “muéstrame tu fe sin obras que yo por mis obras te mostraré tu fe”(Stgo.2,18) De nada sirve manifestar que se cree, si en el momento en que estamos urgidos a dar testimonio de ello, nos dejamos arrastrar por corrientes ideológicas que ensombrecen y ponen en crisis nuestro creer. ¡Todo fanatismo es dañino!
B. Luz para el ser:
En la vida del ser humano existen oscuridades que se desvanecen con el tiempo si no permite la entrada de la luz, o si la misma no se renueva con el paso del tiempo. Un bombillo después de haber iluminado “x” cantidad de tiempo, se quema y ya no vuelve a brindar luz. Una vela se consume en la medida en que ha regalado la luz que brota desde lo que lleva adentro –el hilo que se quema–, sin embargo, cuando se ha terminado, podemos utilizar la cera para hacer otra nueva y así sucesivamente. Considero que esta imagen nos puede ayudar para la reflexión de este apartado.
En la vida social, en nuestra práctica cotidiana, como cristianos, estamos llamados a “iluminar desde nuestra experiencia de fe cada una de las situaciones con las que nos confrontamos”. Ello brota desde la confrontación, conocimiento y compromiso con la persona de Cristo y su anuncio de la Buena Nueva del Reino. Ello significa “abrazar a Jesús como el modelo supremo desde el que regiremos nuestra vida”. Y a su vez, trae implícita, la tarea a la que debemos aspirar en nuestro acontecer social: la praxis de la fe. Pero, no una fe a ciegas ni mucho menos fanática. Cada ámbito tiene sus criterios propios mediante los cuales se rige. No es trasladar a la vida social los criterios como “absolutos” de aquello en lo que creo, sino reflexionarlos a partir de lo que constituyen para mi vida cristiana y obrar conforme a lo que emerge. Tampoco significa que “debo seguir” las normas que se estipulan socialmente y obrar como si no creyera en nada. La práctica debe ser aquella en la que se contempla la virtud. Es decir, el justo medio –pues no es convertir la vida en una dualidad de identidades–. Por ejemplo: uno de los temas disputados actualmente es el de la pena de muerte. ¿Debemos apoyar, siendo cristianos, tal práctica? Lo triste del caso es que encontramos a muchos cristianos –en esta disyuntiva– que se van del lado de los que la apoyan. Pero ¿a qué responden? Los argumentos que ofrecen para el apoyo de la pena de muerte, al ser analizados críticamente no corresponden a nada más que no sea un “deseo de venganza”. (Si no, pregunten a cualquier cristiano que apoye la pena de muerte y pídanle argumentos). Sin embargo, ningún cristiano, que realmente practique y viva radicalmente lo que “dice creer”(=su fe) puede estar a favor de la pena de muerte. ¿Por qué? Uno de los principios que rigen la doctrina cristiana es “la vida es dada por Dios y sólo a Él le pertenece” –o como dice en las Escrituras: “De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios. Luego con la vida me agraciaste y tu solicitud cuidó mi aliento”(Job 10,11-12); “Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá retornaré.Yahveh dio, Yahveh quitó: ¡Sea bendito el nombre de Yahveh!”(Job 1,21); “Ved ahora que yo, sólo yo soy, y que no hay otro Dios junto a mí.Yo doy la muerte y doy la vida, hiero yo, y sano yo mismo (y no hay quien libre de mi mano).”(Dt.32,39)–. E, independiente de lo que establezcan las leyes sociales, quien se “proclama cristiano” tiene la obligación de respetar la vida de otra persona aunque aquella no haya respetado la de otros. Nadie tiene el derecho a quitarla excepto Dios. Y no con ello quiero y/o pretendo sonar ni ser fundamentalista. Tenemos que contemplar las cosas desde diversos ámbitos y no cerrados sólo a la razón, la venganza o la fe sin fundamentos. Hay que establecer un balance desde donde podamos dar respuestas a lo que creemos. El apóstol Pedro nos lo propone: “ustedes estén siempre prestos a dar razón a todo el que les pida razón de su esperanza”(1Pe.3,15). Es decir, nuestra fe, así como es la vivencia desde una forma de vida, tiene que estar dispuesta a ser fundamentada. Y la vida social siempre nos va a exigir y/o a confrontar con ella.
Pero, así como puede desvanecerse en nosotros aquella luz y las oscuridades se convierten en obstáculo para encontrarnos con el otro, tenemos la necesidad de que dicha luz sea encendida. No para buscar de noche sino para buscar siempre. Y, esta búsqueda implica abrirse al otro, dejar que me interpele, que se haga y nos hagamos en la comunión, hacer de luz mutuamente. Somos como antorchas que brillan en la fría oscuridad, pero si nos juntamos, podemos hacer una fogata que ilumine al mundo y brinde calor a la humanidad. La luz puede constituir dos dimensiones: ser (=irradia e ilumina) y/o carecer (=deja en sombras). La vida en la comunidad de creyentes está marcada por ambas dimensiones. Si por un lado posee luces que le llevan a caminar y seguir en la búsqueda de la realización del Reino, por el otro, existen carencias que se levantan como obstáculos a estas luces que le impiden brillar.
Si contemplamos nuestra realidad como pueblo ¿qué elementos podemos identificar como luces y como sombras? ¿Qué cosas brillan y cuáles opacan? Intentemos un ejercicio:
Cosas que opacan…
- La dinámica pesimista en una realidad social donde la vida del ser humano queda atada a la desesperación y lo torna en esclavo de sí mismo.
- La desesperanza
- La opresión que limita al ser humano en sus capacidades
- La incapacidad de creer
- La injusticia, la exclusión, el despojo de los derechos al ser humano
- Las nociones del pecado que se institucionaliza obligando al ser humano a vivir para otro, pero no con el otro.
- La muerte que adquiere nombres y adjetivos trágicos
- El individualismo como búsqueda de poder
- La eliminación de las utopías
- La indiferencia en un proceso histórico que se deja de lado, porque se ha perdido el sentido de la vida
Cosas que brillan…
- El ser humano, con todas sus virtudes y defectos, pero que se construye a sí mismo la vida.
- La esperanza
- La construcción de la vida conforme a un proyecto divino(=dejar en las manos de Dios, pero sin perder de perspectiva el compromiso que le interpela a realizar)
- La lucha por el compromiso para con el otro; la capacidad del asombro
- Los anhelos de transformación de quienes buscan ser luz y sal que distribuyen entre el ser humano.
- La liberación que adquiere sentido de pertenencia como proceso de búsqueda; de sentido y afirmación de un proyecto común.
- Las utopías de quienes no han perdido la capacidad de esperar en la realización del Reino.
- El compromiso solidario con los que son despojados aún de lo mínimo.
- El anhelo de construir una comunidad que lucha contra todo, para mantenerse fiel al ser humano.
- La caridad que se construye desde la fe en el Dios que se manifiesta
- El respeto a la vida en todas sus formas como don concedido al ser humano.
- La realización del Reino
La comunidad de creyentes tiene más luces que sombras. Esto no implica que las sombras no estén presentes. Sin embargo, no podemos situarnos desde ellas(=las sombras) para mirar a la comunidad. Más bien, hemos de mirarla desde las luces, y verificar los modos en cómo establece los paradigmas que permiten la comprensión de la dialéctica fe-vida. Donde hay sombras hay carencia de luz. Ahora bien, el reto es la iluminación de esas sombras desde el Evangelio como Buena Noticia. Un mensaje que es vida propuesta para la transformación de las realidades personales y comunitarias en el entorno de una nación. En el entorno de la vida social como expresiones de la vida personal es donde debemos ser luces y no sombras. Y aunque el camino –en ocasiones pueda aparecer sombrío– no podemos permitir que las luces se apaguen al vestirse con las tinieblas de la indiferencia y del desasosiego que lleva a alejarse de los procesos humanos a que está urgido a responder. El ser humano es hacedor de la historia. Pero este “hacer la historia” debe darse con responsabilidad. Debe, a su vez, ser ocasión para dar testimonio de su fe, siendo sal y luz que inyecten una nueva visión que corresponda con la justicia, la verdad y la libertad.
(CONTINUARÁ)
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