viernes, 22 de febrero de 2008

SACIA NUESTRA SED Y LLÉVANOS POR LOS CAMINOS QUE CONDUCEN A DIOS


Nuestra alma está sedienta de ti, Señor y no descansará hasta que descanse en ti” nos dice San Agustín. El caminar cristiano es un constante peregrinar por la vida, unidos al Maestro y dando testimonio de la fe. Es un camino que tiene esa doble exigencia: ser fieles a Cristo –el centro desde el cual emana nuestra fe– y testimoniar lo que creemos mediante la práctica de la caridad. Por ello, el camino cristiano no es fácil. Tiene grandes exigencias que nos reclaman mucho más de lo que estamos dispuestos a dar. Y a veces, cuando nos sentimos muy seguros en lo que hacemos, cuando pensamos que nuestro modo de vivir la fe cristiana está siendo la correcta, nos sucede algo que nos lleva hacia otras dimensiones de enfrentar y vivir esa fe.

Los caminos siempre van a ser caminos, pero lo que hace el sendero son los pasos que vamos dando. El cristianismo se dice que es la religión del camino. Nos exige declinar o renunciar a nuestras seguridades personales, nos exige ponernos en marcha y mirar la vida cara a cara, siempre dispuestos a “dar razón de nuestra fe, es decir, de nuestra esperanza”(cf. 1Pe.3,15) tal como nos diría el apóstol Pedro en su primera carta. Esto no es, sino una invitación que se nos hace a nosotros, en nuestro caminar, para que mediante nuestras palabras, acciones y gestos vivamos lo que decimos creer. Mas, debemos tener presente que no es el simple acto de creer lo que se nos pide, sino también, el que demos testimonio de ello por nuestro obrar, es decir, por nuestro estilo de vivir. Por tanto, queridos hermanos y hermanas, como cristianos se nos exige abrazar con radicalidad el caminar cristiano en el que sólo uno es el camino que nos acerca a Dios. Y este camino es Cristo. Camino al que tenemos que conocer, aceptar y amar. Camino que tenemos la exigencia de descubrir –tal como sucedió a la Samaritana–. Un camino al que no accedemos por nuestros propios méritos y/o iniciativa, sino que es por la iniciativa misma de Dios –quien nos sale al encuentro– y si nos abrimos y le acogemos en nuestra vida, se nos descubre como tal. Él es el camino que nos guía para que nuestros pies no sucumban en las tinieblas. Por ello, “aunque caminemos por senderos oscuros no debemos temer”(cf. Sal.23,4), porque está con nosotros en el caminar de nuestras vidas.

Una de las acciones de Cristo que más resaltan los evangelios es aquella en la que siempre está “de camino”. Jesús no pocas veces: “iba de camino”, “se dirigía desde… hacia”, “bajaba por el camino”, etc. pero, no se detiene en un sitio y se instala en aquel, sino que, realiza su tarea y continúa el sendero. ¿A qué nos invita esto? Es simple: el cristiano no puede permanecer estático, no puede ser persona que se instala en la seguridad. Donde, todo lo que no entre en conflicto con el mundo personal que se ha creado, donde siempre y cuando no me afecte, me resulta indiferente. Por tanto, no podemos hacernos sordos frente a un mundo que, como nos recuerda Pablo “gime y sufre dolores de parto”(cf. Rom.8,22). Tenemos que mirar el mundo, lo que nos rodea, lo que acontece a nuestro alrededor con “ojos cristianos” y proponer –desde nuestras posibilidades, desde nuestra fe– un modo de vivir distinto. Un camino que siempre nos será pleno y en el que experimentaremos la bondad, el amor y la paz. Pero, ¡claro!, no como las concede el mundo, sino conforme a los dones que nos regala el Padre.

En la lectura de Ex. 17, 3-7 se nos presenta la situación del pueblo de Israel. Aquel mismo pueblo que, siendo errantes peregrinos, se pusieron en caminos y se llegaron a Egipto. Allí experimentaron la tristeza de ser extraños en otra tierra, pero también fueron testigos del amor de Dios para con el ser humano. Descubrieron que, a pesar de las situaciones de dolor, Dios no se ha ausentado, sino que les estaba preparando para la acción libertadora que realizaría por medio de Moisés. Esta es la primera experiencia que el pueblo de Israel tiene de Dios: un Dios que es libertador. Un Dios que les ha sacado del país de Egipto para llevarlos a su propia tierra. Un Dios que les ha sacado de la esclavitud para concederles una tierra de libertades en la que se vivirá bajo la ley del amor. Con este acto liberador, Dios se compromete con el pueblo de una forma especial y a cambio le pide fidelidad y justicia. Yahvé les promete que ¡será su Dios! ¡Qué mejor regalo pudieron recibir! ¡Qué mejor certeza para el ser humano que la de saber que Dios mismo va con nosotros de camino, que nunca nos ha abandonado! Pero, lamentablemente la capacidad de creer es para el ser humano –en ocasiones– algo del momento. Es simplemente aquello de lo que no tengo que preocuparme ya que, si siento que puedo vivir la vida a mi modo, no necesito de un Dios que me cause dificultades. Así la fe se va tornando en raquítica y débil. Es la condición humana y por ello, pese a tener la certeza de que Dios se ha comprometido con nosotros, dudamos de su promesa y por ende, de su palabra. El resultado de ello es que nos vamos apagando paso a paso en lo que decimos creer. Nos mantenemos demasiado centrados en la condición humana y cuando aparecen las dificultades damos la espalda a lo que creemos y nos encerramos en nosotros mismos. Así vamos perdiendo poco a poco las esperanzas y pensamos que Dios ya no anda con nosotros, que Dios nos ha abandonado y se ha olvidado de ayudarnos. Pero, la verdad es que ha estado ahí siempre. Él ha estado mirándonos, asistiéndonos en nuestro camino, sabe lo que necesitamos y nos lo concede, pero las que no necesitamos no nos las concede.

El pueblo de Israel, habiendo pasado(=es decir, vivido) la experiencia del Dios que los ha liberado se pone en camino. Este es un peregrinaje bajo la protección divina. Sin embargo, cuando aparece la necesidad, la esperanza(=es decir, la fe) se les apaga y se vuelven contra Dios. Comienzan a reprochar, buscando un culpable y añorando lo que dejaron atrás. Para muchas personas, sobre todo en lo que se refiere a los valores que vende la sociedad –y que compramos en muchas ocasiones– impera esta ley: no importa lo mal que estemos, no importa la forma en cómo vivamos siempre y cuando se tenga lo necesario para resolver y salir de las situaciones inmediatas. Siempre se necesita a quién culpar por las cosas que no nos salen bien. La pregunta que podríamos hacernos es la siguiente: ¿cuál es mi actitud? El pueblo de Israel se situaba en lo inmediato: para ellos era necesario resolver la situación corporal ante la necesidad de agua y comida. Pedían a gritos un milagro que les diera testimonio de que Dios estaba con ellos. A veces nuestra fe cae en esta actitud de debilidad: exigimos ver milagros para tener la certeza de que Dios está presente. Exigimos a un “dios milagrero” para poder creer. Exigimos tener la certeza de un Dios que obra maravillosas y grandes cosas para poder decirnos, sin necesidad de dudas: ¡Es cierto, Dios está con nosotros! Esta es la simple condición humana que necesita aferrarse a “cosas” para sentir esperanza. Si no las tiene, queda un sentimiento de vacíos, de vulnerabilidad, de fragilidad. Estas “sensaciones” las encontramos también presentes en el texto de la Samaritana.

En la narración de la Samaritana hay varios elementos que merecen nuestra atención por todo lo que hemos dicho anteriormente:

Jesús estaba en camino: “Iba hacia Galilea, pero teniendo que pasar por Samaria se detuvo en Sicar”(cf. Jn.4,4-5). Decía la Madre Teresa de Calcuta: “el lugar de uno está donde su hermano lo necesita” Y precisamente el camino cristiano es el caminar por el amor tal como nos sugiere el cantautor argentino Facuando Cabral: “sigue a tu corazón porque siempre te llevará por los caminos de la alegría” Es decir, por los caminos del amor. Sin embargo, caminar produce cansancio y Jesús se detiene al pie de un pozo donde tiene lugar el encuentro con esta mujer (cf. Jn.4,6-7). Ella tiene dos aspectos que representaban desprecio en aquella época: primero: su condición de mujer y segundo: su procedencia cultural. Por ello, el encuentro con ella encierra varias características:

Jesús establece una ruptura con las normas de la sociedad: le sale al paso a la mujer dejando muy en claro que es Dios quien toma la iniciativa y no se fija en cosas que nos hagan diferentes. Esto queda muy en claro, cuando en el libro del Génesis Adán se reconoce en la mujer como igual: “ésta sí que es carne de mi carne y huesos de mis huesos”(cf. Gn.1,23). Es decir, tanto el hombre como la mujer son iguales en dignidad. No es uno para estar ni por encima ni al frente del otro, sino caminando hombro con hombro.

Jesús también rompe con las diferencias culturales. Hace claro que no existen diferencias. Los judíos no soportaban a los samaritanos por considerarlos despreciables, pecadores, y carentes de salvación. Pero, Jesús con este gesto hace evidente que la salvación es un don gratuito del Padre que se concede a todo ser humano y que es posible por la entrega voluntaria de su Hijo. Por tanto, nadie puede sentirse capaz o con derechos para excluir a nadie de la posibilidad de salvación.

Jesús presenta que Dios se acerca al ser humano y le propone un proyecto al que debe responder; le hace partícipe de su acción salvífica, pero el ser humano tiene que acogerla. No puede quedarse centrado en lo humano sino que tiene la necesidad de abrir su corazón para acceder a Dios y recibir a Dios. Pero esto tiene que hacerlo con humilitas y no con una actitud de interés, soberbia y/o sentimiento de “merecimiento”. No hay nada que podamos hacer para ganarnos la salvación ya que ésta es un don que Dios concede a quien lo desea.

Jesús y la Samaritana tienen un diálogo sobre el agua (cf. Jn.4,7-14): Es Jesús quien pide agua –la otra vez en que manifestará tener sed es en la Cruz– a la mujer. Ella, que había bajado a buscar agua, muy centrada en la tarea que iba a realizar, se confronta con una situación “nueva” para ella. Un hombre que le pide, que se muestra necesitado, frente a ella que es mujer. Y no solo eso, sino que es judío. Estos dos elementos llevan a la Samaritana a valorar más la condición humana que la divina y por ello se muestra un tanto reacia hasta que recibe la llamada de atención por parte de Jesús: “si supieras quién es el que te pide agua, tú me pedirías que te diera de beber”(cf. Jn.4,10). Es decir, le hace la invitación de despojarse de aquella actitud simplemente humana para que permitiera la acción divina en ella. Pero, simplemente se le hacía imposible y continúa poniendo trabas: “no tienes con qué sacarla y ¿me vas a dar agua?”(cf. Jn.4,11). Y empieza a hacer toda una “recapitulación”(=es decir, narración de la historia del Pozo) pero reducida al elemento humano sin que Dios contara para nada.

La Samaritana está necesitada de desprenderse de las ataduras humanas: Jesús la invita a “mirarse interiormente y ver qué cosas han llenado su vida”. Esta es una invitación que también nosotros podemos acoger y que se nos hace –como cristianos– durante este tiempo cuaresmal. ¿Qué cosas llenan mi vida? ¿Qué cosas tienen más valor para mí? La Samaritana es urgida a que “dé a conocer a su marido”(cf. Jn.4,16). Es decir, Jesús la invita a que identifique en su ser aquello a lo que ama. Pero, ella se reconoce sin un amor que le haga sentir completa. Por eso le dirá “¡no tengo marido!”(cf. Jn.4,17). Como diciéndole: Mira, he llenado mi vida con tantas cosas, me he dedicado a todas estas tareas simplemente humanas, me he dedicado a sobrevivir, pero no he dejado tiempo ni espacio para Dios. Por eso, no le tengo en mi corazón. Estoy más preocupada por resolver la situación humana que ocuparme de esas cosas. Por eso, cuando Jesús le reconoce, ella “deja el cántaro y se va a anunciarlo a las demás personas”(cf. Jn.4,28).

Cuando tenemos un encuentro con Jesús nuestra vida se transforma. La Samaritana, cuando se da cuenta de ello, rompe con todas aquellas cosas que significaban su atadura a lo meramente humano, a las actividades y actitudes que le cerraban su interior para recibir a Dios y se dispone a acogerlo. Es decir, se hace pobre para Dios. Vacía todo su ser de las cosas que la tenían llena para que Dios pudiera entrar. Por esto, el cántaro –que era parte de su vida rutinaria– era dejado atrás. El conocimiento de la persona de Cristo produce esta diferencia –tal como nos sugería Pablo en la segunda lectura–. Nos produce un “rompimiento” con un modo de vivir para abrazar otro nuevo. Pero, esta nueva forma nos exige dar testimonio de ello. Por eso, la Samaritana sale corriendo y lo cuenta a sus compatriotas quienes salen inmediatamente y le invitan a quedarse con ellos.

El reconocimiento que hacen de Jesús es resultado de la necesidad que tenían de este amor del Padre que se manifiesta por medio de Cristo. Cuando han descubierto lo que él era ya no necesitaban el testimonio que daba la mujer, sino que, “ahora habían visto por ellos mismos y creían”(cf. Jn.4,42). Es decir, el contacto con la persona de Cristo, el dejarse tocar por él, el acogerle en nuestro ser no produce en nosotros sino esta experiencia. La pregunta que podríamos hacernos es la siguiente: ¿qué produce en mí la persona de Cristo? ¿Cómo es mi relación con Cristo?

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