Una de las expresiones más fabulosas que, justamente aparecen en el Evangelio según san Lucas es la que dice: “El Señor ha hecho grandes maravillas…”(Lc.1,49). Esta se encuentra en el contexto del Magnificat y pertenece a un “todo” en el comienzo de Lucas. Allí se nos proponen varias narraciones que son exquisitas en nuestra historia de salvación: la Anunciación, la Visitación de María a su prima Isabel, el Nacimiento de Juan el Bautista… aquel de quien se dice: ¿qué será de este niño? ¡Hará cosas grandes, pues la mano del Señor está con él!
En el libro del Profeta Isaías se dice: “Desde el seno materno me eligió el Señor para que fuera su siervo”(Is.49,5). Es decir, el Dios que se ha acercado al ser humano por su iniciativa amorosa, elige, llama, convoca al hombre y a la mujer para cumplir su obra. Les propone un proyecto de amor, y aquellos(=nosotros) cuando lo identificamos, toda nuestra vida se transforma, se convierte en un caminar conforme a la voluntad de Dios. Pero, ¿qué significa cumplir su voluntad? Cumplir la voluntad de Dios es caminar conforme sus designios. Abrirse a la experiencia de escuchar sus palabras y obrar conforme él nos va acompañando en el caminar de nuestras vidas. Quizás puedan estar marcadas por el dolor, por las tristezas, pero allí, en ese recorrido, identificar la presencia divina que nos anima esperanzadoramente a continuar la marcha porque, precisamente, Dios está cumpliendo su obra. Está siendo fiel a sus promesas. Caminar conforme la voluntad de Dios es abrir nuestro ser a su presencia. Despojarnos de todo aquello que nos lo saque y dejarlo obrar en nuestro ser. Pero, ello exige una total vaciación de lo que nos impida ver y discernir la voluntad divina. Excluir de nuestro acontecer cotidiano todo aquello que no sea de Dios, que no provenga de él. Decía San Agustín que: “aquello que no te hace feliz no es de Dios”. Pero, a veces somos cabeciduros y lo que no nos hace feliz, pero que nos gusta, lo seguimos buscando y anhelando. La vida entonces se nos llena de dificultades y problemas. Allí gritamos, pero ¡Señor, si me he esforzado en cumplir tu voluntad, que era esta! Los caminos de Dios no son nuestros caminos… hemos de aprender a encontrar en cada momento qué es lo que Dios quiere que hagamos. Y ello no es que nos hagamos otros “dioses”, ni mucho menos, que queramos buscar hacer un Dios a nuestro antojo, como sucede. Mi Dios es este… uno que, en la oferta del mercado, se puede comprar por pocas monedas, y que se adapta muy bien a lo que quiero. Dios es Dios y obra en la vida del ser humano. Se compromete radicalmente con el mismo porque ama, y desde ese amor, se elige al ser humano para que cumpla una misión. El ser humano tiene la tarea de corresponder con sus constantes respuestas a la promesa inicial que Dios le ha hecho. Ello es: discernir su voluntad. Pero, esta experiencia ha de ser libre y radical, buscando no nuestros propios caprichos o deseos, sino que Dios se haga en nosotros.
“Desde el seno materno me eligió…”(Is.49,5) es la capacidad de descubrir que “no le hemos elegido nosotros, sino que ha sido él quien nos ha elegido”(Jn.15,16), pero nos elige para cumplir una tarea concreta. Aquella que vamos identificando en nuestro diario vivir. Aquella que se nos presenta como estilo de vida sea desde la vida consagrada, sea desde la matrimonial, sea desde la soltería… todos tenemos una invitación de su parte, pues nos ha mirado con amor aún desde antes de formarnos en el seno materno. Nos ha propuesto un camino a seguir. Pero, lo esencial en este llamado es que la tarea a realizar no es otra sino: “ser luz de la gente y así, su salvación alcance hasta todos los confines de la tierra”(Is.49,6). Es decir, así como Dios nos llama en nuestra propia realidad por un acto de amor, nos encomienda una tarea a realizar y su promesa de estar presente en cada momento, pero nosotros, hemos de brillar, irradiar, transformarnos… mejor aún, “hacernos transformar” en esa luz que irradia nada menos que a Dios. Allí en donde la desesperanza del hombre y la mujer pone sombras llevar la luz divina. Aquella que, habiendo iluminado nuestro ser se transparenta en nosotros. Pero, esto es una tarea difícil: no podemos dar a Dios si no lo dejamos ser Dios en nuestro ser. O sea, como reza un proverbio popular: “nadie puede dar de lo que no tiene”. Quien antes no se ha dejado quemar –como la vena central de las velas–, no puede irradiar luz. Dejarse quemar por Dios es dejarse impactar por Él, hacerse guiar conforme a su voluntad y caminar conforme a ella. Es la experiencia de gritar con el profeta: “Me sedujiste Señor y me dejé seducir”(Jer.20,7) como diciendo: ¡Señor me pongo en tus manos y que se cumpla en mí tu voluntad! Y esto fue lo que sucedió en la experiencia de Zacarías e Isabel con el nacimiento de Juan.
Zacarías puso en duda la palabra dirigió Dios y ahora estaba ante la realización de lo que se le anunció por boca del ángel. El niño había nacido y Zacarías no había podido completar el rito del nacimiento. Es decir, en aquella sociedad, cuando nacía un niño era el padre el que lo recibía al momento de llegar y expresaba estas palabras que están contenidas en las Escrituras: “Tú eres mi hijo yo te he engendrado hoy”(Sal.2,7). En ese momento, el niño en adelante, era conocido como “hijo de…”. Pero, Zacarías estaba mudo. El proceso de su recepción al mundo tendría que ser distinto al común de las gentes para “mostrar las grandezas que obra Dios”. Para que aquello que le dijo el ángel a María en la Anunciación, se cumpliese y fuese reconocido como tal: “para Dios nada hay imposible”(Lc.1,37), situación que nos remite de modo similar al libro del Génesis en el caso de Abrahám y Sara (Gn.18,14), que eran también ancianos y en la vejez, llegó el niño que estaba escogido(=separado) desde el seno materno para realizar una obra, para realizar una misión que Dios le encomendó.
Pero, ¿cuál es la misión de Juan? ¿Qué será de este niño del cual Jesús dirá en su momento: “les aseguro que no hay entre los nacidos de mujer ninguno mayor que Juan”(Lc.7,28)? Este niño hará cosas grandes. De ello no cabe la menor duda. Y en el acontecer de su vida –como nos narran los Evangelios– no hizo menos que, dejándose quemar por Dios, hacerse humilde. Se vació totalmente para irradiar la luz que es Cristo. “No soy la luz sino el testigo de la luz” “Sepan que hay alguien mayor que yo a quien no soy digno de desatar la correa de sus sandalias”…
La Iglesia celebra a los santos en su muerte como testimonio de su nacimiento a la vida plena, a la vida eterna en Dios, pero en el caso de Juan, celebra tanto su nacimiento a la vida terrena, así como su muerte en el martirio y por consiguiente, su nacimiento a la vida eterna en Dios. Juan es uno de los ejemplos a emular en nuestro caminar cristiano. En él se constituye de modo ejemplar aquella experiencia de abrirse a la voluntad divina. Ir caminando, conforme a las dudas al reconocimiento del Dios que actúa en la vida del ser humano. Anunciar que, ese Dios que nos convoca, que nos separa desde el seno materno para que seamos luz, anunciando su presencia en nosotros por medio de nuestras acciones, denunciemos las situaciones de injusticia en las que se encuentra el ser humano.
En muchos países esta celebración adquiere un sentido “un tanto supersticioso” la víspera, se van al mar para realizar ritos de purificación, lanzándose siete veces de espaldas en las aguas, intentando dejar atrás todas las cosas malas que le han acechado durante el año. Ello es un intento de reproducir aquella tarea que encarnó Juan en su vida: la del bautismo. En el agua se intenta purificar de todo. Pero, para nosotros, aquel bautismo ha adquirido en Jesús una nueva dimensión: él bautizó en agua, Cristo bautiza en el agua y el Espíritu, nos dirá el apóstol Pablo. ¿Cómo descubro la voluntad de Dios en mi vida? ¿A qué cosas me llama? ¿Cómo lo transmito siendo luz para los otros?
En el libro del Profeta Isaías se dice: “Desde el seno materno me eligió el Señor para que fuera su siervo”(Is.49,5). Es decir, el Dios que se ha acercado al ser humano por su iniciativa amorosa, elige, llama, convoca al hombre y a la mujer para cumplir su obra. Les propone un proyecto de amor, y aquellos(=nosotros) cuando lo identificamos, toda nuestra vida se transforma, se convierte en un caminar conforme a la voluntad de Dios. Pero, ¿qué significa cumplir su voluntad? Cumplir la voluntad de Dios es caminar conforme sus designios. Abrirse a la experiencia de escuchar sus palabras y obrar conforme él nos va acompañando en el caminar de nuestras vidas. Quizás puedan estar marcadas por el dolor, por las tristezas, pero allí, en ese recorrido, identificar la presencia divina que nos anima esperanzadoramente a continuar la marcha porque, precisamente, Dios está cumpliendo su obra. Está siendo fiel a sus promesas. Caminar conforme la voluntad de Dios es abrir nuestro ser a su presencia. Despojarnos de todo aquello que nos lo saque y dejarlo obrar en nuestro ser. Pero, ello exige una total vaciación de lo que nos impida ver y discernir la voluntad divina. Excluir de nuestro acontecer cotidiano todo aquello que no sea de Dios, que no provenga de él. Decía San Agustín que: “aquello que no te hace feliz no es de Dios”. Pero, a veces somos cabeciduros y lo que no nos hace feliz, pero que nos gusta, lo seguimos buscando y anhelando. La vida entonces se nos llena de dificultades y problemas. Allí gritamos, pero ¡Señor, si me he esforzado en cumplir tu voluntad, que era esta! Los caminos de Dios no son nuestros caminos… hemos de aprender a encontrar en cada momento qué es lo que Dios quiere que hagamos. Y ello no es que nos hagamos otros “dioses”, ni mucho menos, que queramos buscar hacer un Dios a nuestro antojo, como sucede. Mi Dios es este… uno que, en la oferta del mercado, se puede comprar por pocas monedas, y que se adapta muy bien a lo que quiero. Dios es Dios y obra en la vida del ser humano. Se compromete radicalmente con el mismo porque ama, y desde ese amor, se elige al ser humano para que cumpla una misión. El ser humano tiene la tarea de corresponder con sus constantes respuestas a la promesa inicial que Dios le ha hecho. Ello es: discernir su voluntad. Pero, esta experiencia ha de ser libre y radical, buscando no nuestros propios caprichos o deseos, sino que Dios se haga en nosotros.
“Desde el seno materno me eligió…”(Is.49,5) es la capacidad de descubrir que “no le hemos elegido nosotros, sino que ha sido él quien nos ha elegido”(Jn.15,16), pero nos elige para cumplir una tarea concreta. Aquella que vamos identificando en nuestro diario vivir. Aquella que se nos presenta como estilo de vida sea desde la vida consagrada, sea desde la matrimonial, sea desde la soltería… todos tenemos una invitación de su parte, pues nos ha mirado con amor aún desde antes de formarnos en el seno materno. Nos ha propuesto un camino a seguir. Pero, lo esencial en este llamado es que la tarea a realizar no es otra sino: “ser luz de la gente y así, su salvación alcance hasta todos los confines de la tierra”(Is.49,6). Es decir, así como Dios nos llama en nuestra propia realidad por un acto de amor, nos encomienda una tarea a realizar y su promesa de estar presente en cada momento, pero nosotros, hemos de brillar, irradiar, transformarnos… mejor aún, “hacernos transformar” en esa luz que irradia nada menos que a Dios. Allí en donde la desesperanza del hombre y la mujer pone sombras llevar la luz divina. Aquella que, habiendo iluminado nuestro ser se transparenta en nosotros. Pero, esto es una tarea difícil: no podemos dar a Dios si no lo dejamos ser Dios en nuestro ser. O sea, como reza un proverbio popular: “nadie puede dar de lo que no tiene”. Quien antes no se ha dejado quemar –como la vena central de las velas–, no puede irradiar luz. Dejarse quemar por Dios es dejarse impactar por Él, hacerse guiar conforme a su voluntad y caminar conforme a ella. Es la experiencia de gritar con el profeta: “Me sedujiste Señor y me dejé seducir”(Jer.20,7) como diciendo: ¡Señor me pongo en tus manos y que se cumpla en mí tu voluntad! Y esto fue lo que sucedió en la experiencia de Zacarías e Isabel con el nacimiento de Juan.
Zacarías puso en duda la palabra dirigió Dios y ahora estaba ante la realización de lo que se le anunció por boca del ángel. El niño había nacido y Zacarías no había podido completar el rito del nacimiento. Es decir, en aquella sociedad, cuando nacía un niño era el padre el que lo recibía al momento de llegar y expresaba estas palabras que están contenidas en las Escrituras: “Tú eres mi hijo yo te he engendrado hoy”(Sal.2,7). En ese momento, el niño en adelante, era conocido como “hijo de…”. Pero, Zacarías estaba mudo. El proceso de su recepción al mundo tendría que ser distinto al común de las gentes para “mostrar las grandezas que obra Dios”. Para que aquello que le dijo el ángel a María en la Anunciación, se cumpliese y fuese reconocido como tal: “para Dios nada hay imposible”(Lc.1,37), situación que nos remite de modo similar al libro del Génesis en el caso de Abrahám y Sara (Gn.18,14), que eran también ancianos y en la vejez, llegó el niño que estaba escogido(=separado) desde el seno materno para realizar una obra, para realizar una misión que Dios le encomendó.
Pero, ¿cuál es la misión de Juan? ¿Qué será de este niño del cual Jesús dirá en su momento: “les aseguro que no hay entre los nacidos de mujer ninguno mayor que Juan”(Lc.7,28)? Este niño hará cosas grandes. De ello no cabe la menor duda. Y en el acontecer de su vida –como nos narran los Evangelios– no hizo menos que, dejándose quemar por Dios, hacerse humilde. Se vació totalmente para irradiar la luz que es Cristo. “No soy la luz sino el testigo de la luz” “Sepan que hay alguien mayor que yo a quien no soy digno de desatar la correa de sus sandalias”…
La Iglesia celebra a los santos en su muerte como testimonio de su nacimiento a la vida plena, a la vida eterna en Dios, pero en el caso de Juan, celebra tanto su nacimiento a la vida terrena, así como su muerte en el martirio y por consiguiente, su nacimiento a la vida eterna en Dios. Juan es uno de los ejemplos a emular en nuestro caminar cristiano. En él se constituye de modo ejemplar aquella experiencia de abrirse a la voluntad divina. Ir caminando, conforme a las dudas al reconocimiento del Dios que actúa en la vida del ser humano. Anunciar que, ese Dios que nos convoca, que nos separa desde el seno materno para que seamos luz, anunciando su presencia en nosotros por medio de nuestras acciones, denunciemos las situaciones de injusticia en las que se encuentra el ser humano.
En muchos países esta celebración adquiere un sentido “un tanto supersticioso” la víspera, se van al mar para realizar ritos de purificación, lanzándose siete veces de espaldas en las aguas, intentando dejar atrás todas las cosas malas que le han acechado durante el año. Ello es un intento de reproducir aquella tarea que encarnó Juan en su vida: la del bautismo. En el agua se intenta purificar de todo. Pero, para nosotros, aquel bautismo ha adquirido en Jesús una nueva dimensión: él bautizó en agua, Cristo bautiza en el agua y el Espíritu, nos dirá el apóstol Pablo. ¿Cómo descubro la voluntad de Dios en mi vida? ¿A qué cosas me llama? ¿Cómo lo transmito siendo luz para los otros?
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