La libertad como cualidad de la persona:
“La verdadera libertad es signo de la imagen divina en el hombre” (GS#17) La libertad del ser humano no es absoluta; y en cuanto tal, no responde a caprichos, sino a la capacidad de construirse, de trascenderse. En este sentido penetramos en las dimensiones de la espiritualidad comunicativa de Dios por medio de su imagen, la que nos lleva a reflexionar en torno a dos elementos vistos anteriormente: la comunicación y la capacidad de sociabilizar.
Nos dice Ruiz de la Peña: “la libertad ha sido entendida como facultad electiva”[1] pero, si la reducimos meramente a la posibilidad de elegir, de por sí misma, la libertad termina siendo el límite a ella. Porque el acto de elegir implica la consideración del “no elegir”. Pero, si lo concebimos como la posibilidad de trascendencia, entonces la libertad adquiere una dimensión de elección como condición de la voluntad e inteligencia. Así, podemos descubrirla en lo elegido no como un límite que la agota, sino como un verdadero acto de libertad.
Una de las situaciones en las que ejecutamos nuestra libertad de elegir dentro del entorno de la vida social es el “sufragio electoral”. Por medio de este, elegimos a los candidatos que nos representarán en el ámbito nacional e internacional, y que obrarán conforme al establecimiento de un orden que funcione como “gobierno de todos” para la vida en cada una de sus formas.
Ruiz de la Peña dice que “la libertad no quiere decir que puedo hacer lo que quiera; en el sentido pleno de la palabra, significa más bien que debo llegar a ser lo que soy. Me presta la capacidad de ser yo mismo, de lograr mi identidad”. Y es que la libertad está conducida hacia la superación trascendental del ser humano. Es decir, si esta imagen que Dios imprime en el mismo, es su “compartir la libertad” el hombre por tanto, ha de llevarla a la práctica. Ahora bien, en el pensamiento actual existen corrientes que difieren de estos postulados estableciendo unos límites a la libertad como sentido de trascendencia y la limitan, hasta convertirla en una respuesta espontánea y de adaptación del mismo. Claro, en este sentido la libertad no podría entenderse como responsabilidad, porque al emanar de la relación con los otros, son ellos quienes condicionan mis actos decisionales, la forma en cómo actúo o soy. Ahora, esto no quiere decir que esté eliminando la dimensión de realizar la libertad(=como forma de ser libre) en la relación con los otros, sino más bien, en el hecho del límite que implican los otros para tal libertad. Pero, si dentro de este estar en contacto con… el ejercicio de la libertad lleva a reafirmar la individualidad, no en sentido negativo, sino en una dimensión de realización, de trascendencia, puedo entonces afirmar que soy libre. Que mi libertad no depende de lo que me expone el otro, sino que en la medida en que me identifico desde ello, puedo adquirir las dimensiones de ser yo en el otro; de identidad en el ámbito de lo público desde lo privado.
Por tanto, 1. La libertad existe en este ser humano que está inmerso en un contexto concreto, en su historia concreta, marcada por cada una de las dimensiones que lo llevan a hacerse más persona; 2. La libertad sitúa al hombre frente a Dios; 3. La libertad tiende a lo definitivo, puesto que implica una decisión irrepetible y definitiva del sujeto sobre sí mismo; 4. La libertad es un concepto englobante, puesto que desde lo individual refiere a lo colectivo; obliga entrañar una opción por la libertad de los demás, quienes me son hermanos. No es por tanto, una libertad aislada.
Sin embargo, las nociones actuales que constituyen límites a la libertad, cuando es concebida como aquello que obliga en el obrar social, lleva implícitos –en sentido estricto– los conceptos de: alteridad, subjetividad, responsabilidad, respectividad dialógica como modos de enriquecerla. Es decir, de humanizar la imagen divina y divinizar la imagen humana. Luego, la libertad entendida como “relación con los otros” se da en la medida en que se vive “en relación con”, y no a partir de la capacidad de hacer lo que apetece.
El ser humano no es meramente un objeto que se inserta en un ambiente de relaciones del cual se nutre toda su vida, sino que, en la medida en que recibe y se alimenta del dar se pone a consideración el estar en/con los otros. Desde allí aporta su propia vida como “reciprocidad” y enriquecimiento de la sociedad. Es preciso contemplar la acción social desde este aspecto, puesto que –ya sea por concepciones ideológicas o psicológicas, etc.– cargamos sobre la persona, la obligación de formarse a partir del otro, olvidando que formarse y “hacerse libre” tiene que partir desde una interacción recíproca de actos. A menudo hablamos de que es en el otro donde encontramos nuestra libertad. Pero esta se halla limitada cuando el com-partirse se torna unilateral. Esto es, cuando se limita a lo que el otro permite. De aquí que, se torna en sobre-vivencia y no como posibilidad de hacerse desde lo que se es. En estas circunstancias no se puede dar la libertad, ni mucho menos concebirla como posibilidad de trascendencia porque se está haciendo de juguete del otro. Dice R. De la Peña: “En cuanto ser social, el hombre singular no puede limitarse a parasitar la sociedad; ha de participar activamente en ella, renovándola y actualizando permanentemente su función nutricia”. Y, la sociedad compuesta por personas donde cada una constituye un aporte a lo que es común, prohíbe que alguna persona permanezca al límite de ella, alimentándose de lo que “crean” y “hacen” los demás, sin aportar nada. Es decir, la condición comunitaria de la persona revierte hacia todos, así como el núcleo de lo que forman todos, implica lo que es la persona en el plano individual.
“La verdadera libertad es signo de la imagen divina en el hombre” (GS#17) La libertad del ser humano no es absoluta; y en cuanto tal, no responde a caprichos, sino a la capacidad de construirse, de trascenderse. En este sentido penetramos en las dimensiones de la espiritualidad comunicativa de Dios por medio de su imagen, la que nos lleva a reflexionar en torno a dos elementos vistos anteriormente: la comunicación y la capacidad de sociabilizar.
Nos dice Ruiz de la Peña: “la libertad ha sido entendida como facultad electiva”[1] pero, si la reducimos meramente a la posibilidad de elegir, de por sí misma, la libertad termina siendo el límite a ella. Porque el acto de elegir implica la consideración del “no elegir”. Pero, si lo concebimos como la posibilidad de trascendencia, entonces la libertad adquiere una dimensión de elección como condición de la voluntad e inteligencia. Así, podemos descubrirla en lo elegido no como un límite que la agota, sino como un verdadero acto de libertad.
Una de las situaciones en las que ejecutamos nuestra libertad de elegir dentro del entorno de la vida social es el “sufragio electoral”. Por medio de este, elegimos a los candidatos que nos representarán en el ámbito nacional e internacional, y que obrarán conforme al establecimiento de un orden que funcione como “gobierno de todos” para la vida en cada una de sus formas.
Ruiz de la Peña dice que “la libertad no quiere decir que puedo hacer lo que quiera; en el sentido pleno de la palabra, significa más bien que debo llegar a ser lo que soy. Me presta la capacidad de ser yo mismo, de lograr mi identidad”. Y es que la libertad está conducida hacia la superación trascendental del ser humano. Es decir, si esta imagen que Dios imprime en el mismo, es su “compartir la libertad” el hombre por tanto, ha de llevarla a la práctica. Ahora bien, en el pensamiento actual existen corrientes que difieren de estos postulados estableciendo unos límites a la libertad como sentido de trascendencia y la limitan, hasta convertirla en una respuesta espontánea y de adaptación del mismo. Claro, en este sentido la libertad no podría entenderse como responsabilidad, porque al emanar de la relación con los otros, son ellos quienes condicionan mis actos decisionales, la forma en cómo actúo o soy. Ahora, esto no quiere decir que esté eliminando la dimensión de realizar la libertad(=como forma de ser libre) en la relación con los otros, sino más bien, en el hecho del límite que implican los otros para tal libertad. Pero, si dentro de este estar en contacto con… el ejercicio de la libertad lleva a reafirmar la individualidad, no en sentido negativo, sino en una dimensión de realización, de trascendencia, puedo entonces afirmar que soy libre. Que mi libertad no depende de lo que me expone el otro, sino que en la medida en que me identifico desde ello, puedo adquirir las dimensiones de ser yo en el otro; de identidad en el ámbito de lo público desde lo privado.
Por tanto, 1. La libertad existe en este ser humano que está inmerso en un contexto concreto, en su historia concreta, marcada por cada una de las dimensiones que lo llevan a hacerse más persona; 2. La libertad sitúa al hombre frente a Dios; 3. La libertad tiende a lo definitivo, puesto que implica una decisión irrepetible y definitiva del sujeto sobre sí mismo; 4. La libertad es un concepto englobante, puesto que desde lo individual refiere a lo colectivo; obliga entrañar una opción por la libertad de los demás, quienes me son hermanos. No es por tanto, una libertad aislada.
Sin embargo, las nociones actuales que constituyen límites a la libertad, cuando es concebida como aquello que obliga en el obrar social, lleva implícitos –en sentido estricto– los conceptos de: alteridad, subjetividad, responsabilidad, respectividad dialógica como modos de enriquecerla. Es decir, de humanizar la imagen divina y divinizar la imagen humana. Luego, la libertad entendida como “relación con los otros” se da en la medida en que se vive “en relación con”, y no a partir de la capacidad de hacer lo que apetece.
El ser humano no es meramente un objeto que se inserta en un ambiente de relaciones del cual se nutre toda su vida, sino que, en la medida en que recibe y se alimenta del dar se pone a consideración el estar en/con los otros. Desde allí aporta su propia vida como “reciprocidad” y enriquecimiento de la sociedad. Es preciso contemplar la acción social desde este aspecto, puesto que –ya sea por concepciones ideológicas o psicológicas, etc.– cargamos sobre la persona, la obligación de formarse a partir del otro, olvidando que formarse y “hacerse libre” tiene que partir desde una interacción recíproca de actos. A menudo hablamos de que es en el otro donde encontramos nuestra libertad. Pero esta se halla limitada cuando el com-partirse se torna unilateral. Esto es, cuando se limita a lo que el otro permite. De aquí que, se torna en sobre-vivencia y no como posibilidad de hacerse desde lo que se es. En estas circunstancias no se puede dar la libertad, ni mucho menos concebirla como posibilidad de trascendencia porque se está haciendo de juguete del otro. Dice R. De la Peña: “En cuanto ser social, el hombre singular no puede limitarse a parasitar la sociedad; ha de participar activamente en ella, renovándola y actualizando permanentemente su función nutricia”. Y, la sociedad compuesta por personas donde cada una constituye un aporte a lo que es común, prohíbe que alguna persona permanezca al límite de ella, alimentándose de lo que “crean” y “hacen” los demás, sin aportar nada. Es decir, la condición comunitaria de la persona revierte hacia todos, así como el núcleo de lo que forman todos, implica lo que es la persona en el plano individual.
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[1] RUIZ DE LA PEÑA, J.L. Imagen de Dios: Antropología teológica fundamental. Santander. (2ª ed.). 1998 pp. 200-205.
[1] RUIZ DE LA PEÑA, J.L. Imagen de Dios: Antropología teológica fundamental. Santander. (2ª ed.). 1998 pp. 200-205.
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