sábado, 23 de junio de 2007

IGLESIA Y ESTADO (1 de 5)


Es innegable que la relación de la Iglesia y del Estado está marcada por una serie de matrimonios y rupturas a lo largo de la historia. Tal acontecimiento sucede en condiciones similares en diversas naciones. Los conflictos entre estas instancias implican el establecimiento de límites a las formas y modos en cómo se entienden y definen mutuamente. Cada una de ellas, se auto-conciben como poderes paralelos en el acontecer social, pero con la potestad para determinar la vida del individuo al margen de todo.
  • “La relación de la persona con el Estado, en cuanto encarnación del poder, ha estado siempre cargada de tensiones… se comprende que la cuestión del Estado y de su esencia haya desempeñado desde el principio, un papel importante dentro del pensamiento cristiano”[1]
Lo que deriva en nuestro tema una doble implicación: esta persona es ciudadano en el Estado, pero a su vez, desde una perspectiva eclesial, laico. Así, una doble identidad que será puesta en cuestión en su vida ordinaria:
  • “Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial”[2]
Los fundamentos de ambas “identidades” adquieren sentido a partir de su acción. He querido apropiarme de este texto de San Agustín como punto de partida, puesto que recoge elementos esenciales en la búsqueda de establecer una relación entre éstas.
Independientemente de cómo puedan interpretarse, adquiere para el cristiano mayor atención, debido a la enmarañada realidad que vive a diario en los diversos países. Constantemente está enfrentado a “hacer viva su fe” en el marco de una sociedad que parece exigirle que la deponga y actúe conforme a sus criterios. Ello obliga el identificar aquellas condiciones que definen, determinan y dan forma tanto al Estado como a la Iglesia y los campos de acción en los que cobran preeminencia las posturas que promueven. De igual modo, exige una visión conciliadora para los conceptos que adquieren importancia en la reflexión de la persona al interior de una sociedad puertorriqueña que se confronta desde un contexto político-cristiano.
Tenemos dos instituciones paralelas, pero con diferente función social. Por un lado el Estado, cuyo fin está dirigido hacia el bien común, y por el otro la Iglesia, cuyo fin aspira a la consecución del Reino: el cielo como patria[3] a través de la vida temporal. Pero, “cada cual en su ámbito específico son sociedades perfectas”.[4]

A. Estado

El Estado es definido por Hauroiu como: “una agrupación humana, fijada en un territorio determinado en la que existe un orden social, jurídico y político, orientado hacia el bien común, establecido y mantenido por una autoridad dotada de un poder de coacción”[5]. Y es concebido por la Iglesia como comunidad política que germina de la necesidad de la gente en su proceso natural de convivencia orientada hacia el bien común. El Vaticano II lo establece en el ordenamiento de la sociedad civil:
  • “...los diversos grupos que constituyen la sociedad civil son conscientes de su propia limitación para una vida plenamente humana y perciben la necesidad de una comunidad más amplia, en la que todos conjuguen, día tras día, sus fuerzas en vista a una constante mejora del bien común...”(GS #74)[6]
Estos grupos intensifican su sentido en la acción social. De ahí que, la praxis comunitaria y la instauración de un orden común –como aspiración e ideal de alcanzar un estado de derechos–, emerge de los individuos. Sin embargo, este orden tiene como característica y fin el bien común que, aceptado por todos, ha de promover el desarrollo de potencialidades y cualidades en la convivencia dentro de la nación. Al respecto, establece el papa Pío XII que:
  • “Toda la actividad del Estado, política y económica, sirve para la actuación del bien común, o sea de aquellas condiciones externas que son necesarias para la unión de los ciudadanos con el fin de desarrollar sus cualidades y oficios...”[7]
Así como el bien común representa el fin de la comunidad política en el Estado, este ha de validarle como de su razón de ser; tal cuestión no puede ser depuesta a intereses que respondan a políticas partidistas que encarnan, en un momento determinado, el rostro del Estado. Aquel, entraña en la sociedad cada norma que promueva los derechos y deberes del ciudadano en la vida pública orientados hacia el bien común y ha de velar por ellos. Dichas características han de interactuar conjuntamente, de tal forma que, refleje su valor, en cuanto estructura social, por encima de una concepción finalista “ad intra”. Es decir, concebirse como el fin último de la vida ciudadana.
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[1] HÖFFNER, Cardenal Joseph. Ordo Socialis: Doctrina Social de la Iglesia. Editorial Herder. Barcelona. 2001. pág.217.
[2] HIPONA, Agustín de. La ciudad de Dios (XXVIII) en FERNÁNDEZ, Clemente, S.J. Los filósofos medievales: Selección de textos. Biblioteca de Autores Cristianos (Tomo I) Madrid, 1979. págs. 478-479.
[3] La expresión “el cielo como patria” adquiere una especial dimensión en el pensamiento de TAMAYO Acosta, José Juan. (Para comprender la escatología cristiana. Editorial Verbo Divino. Navarra. 2000.) Un cielo que se manifiesta en lo cotidiano de la vida del ser humano, en que logra trascender la felicidad terrena: “La esperanza en un cielo no viene dictada por el desapego a la tierra, ni por acto alguno de desesperación frente a la tierra. Responde más bien, al deseo, a la aspiración de hacer imperecedera la felicidad terrena después de la muerte”(pág. 228). Y en esta tierra, los intentos de explorar las vías de fraternidad y justicia, corresponden tanto a la Iglesia como al Estado(=Imperio), ordenando todo hacia el bien común, y cuya anulación viciada por intereses fuera de lo comunitario, destruyen la convivencia humana en el contexto de la nación, dejando a las personas no sólo errantes y sin sentido, sino carentes de un orden al cual acudir. “Cuando fracasan los diferentes intentos de la alianza Iglesia-imperio romano por instaurar la fraternidad en la tierra, comienza a abrirse una sima entre el cielo y la tierra, que cada vez es más honda. Es necesario reconstruir los puentes de comunicación, hasta ahora rotos, entre el cielo y la tierra, conforme a la más genuina experiencia religiosa e histórica”(págs. 228-229)
[4] SEIJO, Mario P.- NUMA Sánchez, Alcides. Manual de Doctrina Social de la Iglesia. Editorial Claretiana. Buenos Aires. 1985 pág. 149.
[5] AA.VV. Nueva Acta 2000. Tomo 3 Ciencias Sociales. Ediciones RIALP. Madrid. 1982). Pág. 714.
[6] VATICANO II. Ediciones Paulinas. Bogotá. 1987.
[7] Cf. Pío XII en Seijo, M-Sánchez, A. Manual de la Doctrina Social... op.cit. pág. 106

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