martes, 3 de julio de 2007

“PORQUE ME HAS VISTO HAS CREÍDO: DICHOSOS LOS QUE CREEN SIN HABER VISTO” (Jn. 20, 19-31)


Este texto es uno de los más comentados de los evangelios. La frase que se le dice a Tomás, en respuesta a su incredulidad, a su falta de confianza en la palabra de sus compañeros se ha popularizado en nuestros ambientes cotidianos de vida, donde cada vez que necesitamos validar lo que decimos, que de por sí no resulta muy convincente, apelamos a ella y nos hacemos su préstamo para decir: “Dichoso quien cree sin haber visto”. Pero, ¿qué sentido tiene este suceso que nos ha presentado Juan en su evangelio? Para el evangelista, y en ello insiste mucho, como hemos visto en la liturgia de estos días, el aparecerse, el mostrarse, el darse a descubrir por el sentido de la vista implica que cada uno de esos encuentros da credibilidad a la resurrección, El “sepulcro vacío” no es una prueba contundente de que ha resucitado, sino ese salir de Jesús al encuentro, ese descubrirse a aquellos cercanos, ese dejarse percibir, dejarse ver es la mayor validez de que no se ha quedado oculto en una fosa, de que ha resucitado. Y con ello, los testimonios de quienes lo vieron, de quienes comieron y bebieron con él, se nos lanzan como una invitación a nuestra experiencia de maduración en la fe: dichosos ustedes que han creído sin haber visto.
La experiencia de la resurrección, el camino que estamos transitando al lado de aquel Jesús que venció la muerte es el fundamento de nuestra fe. No podemos quedarnos ni ser cristianos de un dios crucificado –como diría Jürgen Moltman–. Ha resucitado y ahora se acerca a los suyos. Es como ese sentido “humano” de necesidad, de mostrarse a aquellos que, seguramente por el amor con que se trataron, le reconocerán de inmediato. Pero, Tomás se muestra muy incrédulo. Para él, el Jesús que les transformó la vida seguía en el sepulcro donde fue puesto. Su razón le impedía aún, concebir la posibilidad de que hubiese abandonado las tinieblas de la muerte. ¿Cómo que está vivo? Yo lo vi, allí, en la cruz, sus manos y pies atados por los clavos. ¿Acaso creen que me voy a comer el cuento de que se ha aparecido? Y envía la sentencia: “para que yo crea, tengo que verlo, meter mi dedo en los agujeros de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré”. Es decir, la frustración era tal que necesitaba una prueba de lo que no podía aceptar sin fundamentos. No quería sufrir otra desilusión con aquel a quien creía el enviado de Dios, el Mesías esperado, que terminó en una cruz. No podía entregarse a la esperanza de algo que no era probable porque quien ha muerto es imposible que retorne a la vida. ¿Acaso olvidó Tomás las veces en que anduvo con Jesús en las maravillas que realizó? ¿Acaso no estuvo presente cuando Lázaro abandonó las tinieblas? ¿Por qué duda ahora? Es una pregunta interesante y a la vez compleja. Tomás sufre el desánimo(=la soledad, la frustración... donde no logra liberarse de todo lo que humanamente posee) No encuentra posibilidad de resucitar ni llegar a una nueva esperanza. Jesús se ha marchado ya. No sé qué hacer. Estoy en las tinieblas de un vacío que no he querido, que no he buscado, pero que me lleva a anhelar, sin poderlo tener. Por ello, necesita pruebas para constatar si allí hay sentido. Si puede aferrarse a una nueva esperanza de que ese Jesús ha resucitado verdaderamente. Y con Tomás, ¿también necesitamos de esa prueba que nos diga que Jesús ha resucitado? ¿Somos cristianos que anuncian la resurrección o vivimos con un Dios que está muerto? ¿Cuál es la experiencia de Dios que transmitimos? ¿Cómo lo damos a conocer? ¿Nuestras acciones, nuestras vidas… se desarrollan en la experiencia del Cristo resucitado? O por el contrario, ¿se aferran a la desesperanza que nos lleva a gritar que queremos verlo?
Cuando nos encontramos en la necesidad de retomar nuestro proyecto personal de vida, y confrontarlo con el de la comunidad vemos que hay la obligación de muchas muertes. Las desesperanzas de una sociedad en la que el creer es trivializado como “un algo apto para beatos” nos llevan a callarnos, a escondernos todas aquellas cosas en las que creemos. Nos dejamos arrastrar por la experiencia de quienes sentimos que nos atacan las creencias que teníamos muy seguras. Caminamos conforme nos permite el núcleo social en el que nos movemos, donde se ha sacado a Dios de la vida del ser humano y con ella, la experiencia de un Señor resucitado se acalla en un tiempo de sombras; de dolor, de desesperanzas que se anidan en nuestra existencia y que nos llevan a la posibilidad de sucumbir en la oscuridad de un sepulcro y de una noche que aparenta nunca llegar a su fin porque se ha quedado vestida de muerte. La experiencia de estos días ha sido un encontrarse con ese Jesús resucitado de una forma personal y comunitaria, no para quedarnos con lo que hemos encontrado, sino para compartirlo por medio de las diversas ocasiones en que tendremos que dar testimonio de nuestra fe en ese Jesús que ha vencido la muerte.
La vida cristiana está marcada por momentos de aciertos y desaciertos como todo estilo de vida. Sin embargo, no podemos permitir que ese tiempo de morir nos determine la misma, porque nos irá acallando poco a poco el entusiasmo de lanzarnos en la aventura de lo que somos, de lo desconocido, de lo que nos parece irrazonable. Llevamos en nuestros pasos ese algo que nos impulsa desde el interior a abrazar nuevas formas, nuevas vivencias que nos lleven a ver desde el corazón, desde el alma, desde los sentimientos la maravillosa experiencia de resucitar. Nuestras historias personales y comunitarias en el diario vivir han de ser escuela, donde encontramos el espacio para realizarnos y para hacernos libres. Quizás no sean las historias más perfectas y alegres del mundo, pero lo esencial es que, a partir de lo que vamos construyendo como propio, imprimimos una identidad siempre joven y novedosa a la experiencia del Reino. Un reino en el que vivimos el encuentro con el resucitado que nos invita a dar testimonio de la fe.
El sepulcro –como dije antes– es una tendencia a las noches oscuras del alma. Son las ocasiones en que nos sentimos en la deriva, cuando nos concebimos carentes de sentido como Tomás lo estuvo. Pero, ahora que aquél, yace vacío, es una ocasión para alegrarse y gritar jubilosos: que nos ha salido al encuentro.
Cuando la esperanza se ha detenido y sólo nos queda tener que conformarnos con lo que nos da la realidad no nos hace sentir bien. Tenemos necesidad de creer en algo más allá, pero no es lo que queremos ni lo que se nos manifiesta. Nos aferramos a los momentos que nos aprisionan en la frustración, en cientos de preguntas sin respuestas, que se pueden convertir en ese sepulcro de nuestra vida, el que nos impide resucitar. Cuando pasamos cada una de nuestras muertes, el sepulcro es el lugar idóneo para habitar porque nos da la seguridad que no encontramos en la vida. Pero, en nosotros está la decisión de qué sentido daremos a ese sepulcro: ¿será el lugar que nos ha aprisionado el alma? O, ¿Será el lugar donde hemos enterrado todas aquellas cosas que nos opacan la fortaleza para mirar la vida al rostro? En la resurrección, el sepulcro aparece como la certeza de que Cristo ha resucitado. Sin embargo, ¿podemos tenerlo(=al sepulcro) como certeza de que hemos resucitado? Decía una de las poetas de nuestra América que: “quedar vencidos por la vida es peor que quedar vencidos por la muerte… lo segundo es inevitable, lo primero es cuestión de voluntad”.(Julia de Burgos) Nuestra vida es un constante caminar hacia la esperanza. Es a partir de ella que nos adquirimos y apropiamos del sentido que anhelamos dar a lo que realizamos. Es, el estímulo a nuestra agitada marcha en la búsqueda de dar respuestas a nuestras propias vidas.
Jesús afronta la actitud de Tomás: le llama y le ofrece las pruebas. Ven. Acércate. Pon tus dedos en los agujeros de los clavos. Mete tu mano en mi costado y no seas incrédulo. Sé creyente. Como diciéndole, hemos caminado juntos, y aún así dudas de lo que se escribió sobre mí. ¿Por qué desfallece tu fe? Tomás, se lanza en un acto de total adhesión a Jesús. Un testimonio que también nosotros reafirmamos cada vez que participamos en la eucaristía: Señor mío y Dios mío. ¿Cuántas veces nos sentimos necesitados de refirmar nuestra fe? ¿Nos hemos dejado atrapar por tantas corrientes que se cuelan con filosofías extrañas a lo que ha de ser nuestra identidad de cristianos? ¿Cuál es nuestra opción de vida? El Jesús que ha resucitado nos sale al encuentro en los diversos momentos de nuestra vida. Que en el caminar cotidiano no se nos cierren nuestros sentidos por los anhelos de la razón y la necesidad de pasar todo por el filtro de ésta, anulando la sensibilidad que nos permita gozar, como a sucedió a Tomás, la alegría su presencia. En este mundo tan lleno de discordias, de desigualdades, de guerras, de injusticias, que la paz que da el Señor resucitado sea nuestro escudo y profesión de obrar. Y que nuestras actitudes, nuestras creencias sean tales, para que no tengamos que sufrir la llamada de atención por parte de Jesús, sino que, como aquellos que se alegraron al verle, salgamos a proclamar que ha dejado el sepulcro y se ha aparecido, caminando con nosotros en cada uno de los momentos de nuestro peregrinar humano.

1 comentario:

fra-ish dijo...

Gracias por tu comentario, Jorge. Pondre un enlace a la pagina para que pueda ser visitada por las diversas personas que leen el Blog. Gracias por las visitas. Un saludo fuerte.