domingo, 17 de junio de 2007

“SANTOS, PERO NI TANTO”…


Fray Luis de León (1528-1591) hace de este texto –Lc.17,36-8,3– un hermoso poema que ha sido musicalizado. Nos dice:

  • “¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; mas ella ha regado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos" No me diste el beso de paz; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besarme los pies. ¡Ay! ¿Qué podrá ofrecerte quien todo lo perdió?… Bañen tus pies mis ojos, límpielos mis cabellos; de tormento mi boca… les dé besos sin cuento… la que sudó en tu ofensa, trabaje en tu servicio, y de mis males proceda mi defensa…”
La figura de esta mujer constituye un modelo de nuestro acercamiento a la persona de Cristo. La escena es clara: “están sentados a la mesa”(Lc.7,36). Nuevamente nos confrontamos con el Jesús que está comiendo con fariseos y gente considerada “de baja categoría” –“es un comelón y borracho”(Lc.7,34), se diría de Él–. Pero, no podemos perder de perspectiva el sentido de ello. Comer en la MESA constituye el tiempo para “hacer comunidad”, para “acercarnos al otro”, “para compartir con los que están allí lo que ha sido el día”, “para compartir la vida misma”. Sentarse a la MESA con el otro es una ocasión para “comer del mismo pan”, siendo iguales. Allí se rompen todas las diferencias, se quiebran las distancias puesto que, nos alimentamos de los dones que el Padre Celestial ha concedido al ser humano mediante su esfuerzo. Sin embargo, esta dimensión de la MESA la hemos perdido hoy día en muchos de nuestros hogares. El momento de comer se ha trasladado frente a la televisión. Comemos acompañados de “los artistas en sus diversas facetas”, pero “enajenados de los que me son cercanos”. Y con ello, nos privamos de entrar en diálogo con el otro.
Vivimos en una sociedad en la que “dialogar con los otros” es sumamente conflictivo. Tenemos miedo –o no queremos– confrontarnos con el otro porque nos puede enfrentar a nosotros mismos. Nos puede “sacar en cara” nuestros delitos, nuestras hipocresías, nuestras faltas de caridades, nuestros prejuicios. Y eso es muy doloroso porque nos damos cuenta que, nos creemos “santos” pero no tanto. Es decir, descubrimos que: 1. estamos siempre mirando a los demás por encima del hombro: “no está a mi altura”; 2. juzgamos a los demás sin mirarnos a nosotros mismos: “es lo más malo que pudo haber nacido”; 3. hacemos la caridad, si es que nos llegan complejos de culpa, por el fin de salir del paso: “déjame darle comida o alguna moneda a ese en la calle para que no moleste más”; 4. nos creemos mejores que otras culturas: “esos son unos miserables”. Y lo triste del caso es que, cuando vivimos y construimos nuestra vida a partir de esas dimensiones, mirando siempre las diferencias, apostando todo lo que tenemos a que no somos como los demás, porque “somos santos”, estamos en pecado. Estamos en pecado porque, con el desprecio del otro, con la anulación que le hacemos, estamos reduciéndole en su dignidad, estamos arrancando “la imagen divina” que Dios ha puesto en él. Y nadie es digno de arrancar la imagen divina, de despojar a los otros de su dignidad. Pero, aún así, celebramos el “creernos” que somos “mejores que los otros”.
“Si supiera quién le está tocando sería un profeta”(Lc.7,39). El fariseo ha lanzado su sentencia. Es mejor que aquella mujer que es “una pecadora empedernida”. Él no necesita nada porque se siente completo. Se siente que tiene a Dios en su vida, que lo ha atrapado y no lo dejará escapar porque no quiere ser como “aquella”. Él está en lo alto y puede mirarla desde arriba en su humillación. Y por eso, afloran sus verdaderos sentimientos. Aquellos que han sido concebidos en el creerse superior: “esa es una pecadora”. Pero, ¿quién comete mayor pecado? “La mujer se lanza a los pies de Jesús”(Lc.7,38), está consciente de quién es. Se reconoce en “lo que dicen de ella”. ¡Es una pecadora pública! La sociedad de “los perfectos” la ha clasificado de ese modo. No tiene mayor espacio que, no sea el de cargar sobre sí las consecuencias de su humillación. Y se acerca a quien puede liberarla de tan pesada carga. Pero, no con el triunfalismo de creerse merecedora, sino reconociendo en Aquel que estaba a la Mesa, a un Dios que no hace diferencias de personas. A un Dios que siempre ama y que se desborda en amor infinito para con los débiles y despreciados por la sociedad. Se acerca deseosa de perdón; de experimentar la acogida de Aquel que siempre le ha mirado como hija a pesar de no tener nada que ofrecer, excepto su propia vida. ¿Cuánto se habrá gastado en los perfumes? ¡Quizás todo lo que tenía!, pero nada era suficiente porque lo hacía desde el corazón y no desde lo que le sobraba. No buscaba reconocimientos de su “santidad” y/o “bondad”, sino el “ofrecerse a Dios desde lo que era” porque sabía que allí no encontraría desprecio alguno. Aquello valía todo lo que tenía porque nada tiene más valor que el confrontarnos con el Dios de Jesucristo y aceptarlo como nuestra mayor riqueza.Y, una vez “se puso detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume.(Lc.7,38). El contacto con quien nos muestra “aceptarnos tal como somos” es una ocasión de júbilo para el alma. La mujer estaba experimentando esto. Ante el encuentro con Jesús no le quedaba más que, vaciarse por completo. Las lágrimas estallan desde su ser, no por el dolor de ser quien era, sino por lo que estaba “aconteciendo” en su vida. Ella era capaz de “lavar los pies” –tal como hace Jesús en la Última Cena en la narración que nos propone el evangelista Juan–. Ella, practica “este acto de amor” capaz de lavar los pies y besarlos –cosa que no hizo el fariseo, puesto que se sentía con supremacía absoluta, incapaz de hacer semejante tarea de esclavos–. Jesús lo trae a colación: “Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume”(Lc.7,44-46). ¡Qué gesto de amor! Quien nada posee es capaz de quebrar las diferencias porque no tiene que aparentar. Es libre ante lo que puedan pensar los demás. Vive y actúa “por y desde el amor”. Y, nuestra vivencia del amor es la que nos devuelve al camino en el seguimiento de Cristo. Esta es la “ley” de la que escuchamos en la segunda lectura del apóstol Pablo: “la ley del amor”. Aquella instaurada en los corazones de todo hombre y mujer que se abren a la experiencia del Dios manifestado en la persona de Jesucristo. El amor es lo que queda, es el fundamento de dicha ley. ¿Cómo miramos a los demás? ¿Cómo nos sentimos con respecto a las personas que nos salen a diario al encuentro? ¿Cómo es mi vivencia del amor? ¿Cómo es mi fe en la persona de Cristo? La mujer se hace merecedora del abrazo amoroso del Padre y de su perdón por haber amado: “quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra.”(Lc.7,47), porque el amor nos pone siempre en el camino del otro. En el reconocimiento de un Dios que siempre se desborda misericordiosamente para con la obra de sus manos. Como diría el apóstol Pablo: “el amor todo lo perdona, todo lo cree, todo lo soporta… el amor no pasa nunca”(1Cor.13,7-8). Y por amor, Dios “nos entregó a su Hijo para reconciliar por medio de Él todas las cosas”(Col.1,20). Que el ejemplo de esta mujer sea para nosotros durante esta semana un modelo a imitar en nuestra vida personal y comunitaria. Que nos descubramos desde la experiencia de acogida y amor para con nosotros, no porque sea algo que se nos manda o un sacrificio que debemos hacer para “ganarnos el cielo” –como dicen muchos– o un “requisito para ser santos”, sino por la experiencia de nuestro contacto con Aquel que siempre nos acoge cuando nos volvemos a Él, con un corazón humilde y desposeído. Con un corazón que se reconoce necesitado de su presencia.

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