martes, 26 de junio de 2007

LA ADHESIÓN A CRISTO COMO EXPERIENCIA DE CONOCERSE HACIENDO EL BIEN


“Porque hemos hecho una buena obra se nos interroga”(Hch.4,9) es la interrogante que lanza Pedro inspirado por el Espíritu. Es, como queriendo decir: aún se mantienen con el corazón cerrado a todo aquello que es bueno. ¿Todavía se obstinan en no permitir que entre el bien en sus vidas? A menudo nos dejamos dominar por aquellos resentimientos, por sentimientos y experiencias que nos cierran el corazón al bien, a lo que es bueno, a lo bondadoso, opacando de esta forma nuestra capacidad de obrar, descubrir e identificar el bien, lo bueno, lo bondadoso. Nos hemos dejado atrapar por una sociedad que nos vende otros estilos de vida, que nos cierran la mirada al bien y hemos permitido que eso suceda. Nos hemos vestido con máscaras de razón, de ideologías, de pasar por el filtro de lo que tiene que dar razones para todo aquel acto (libre) de hacer el bien –y no es que estamos en contra de la razón–. Pero, sucede que el bien, lo que es bueno… no tiene que dar razones, pues las mismas emergen, brotan, estallan… de la actividad realizada. Pero, la sociedad nos educa para no ver en dichas acciones el bien que hay, sino para que busquemos lo que está de fondo. Aquellas intenciones ocultas que, a los ojos de quienes no consideran que se pueda hacer el bien así sin más, esgrimen, para pasar por el filtro de la duda lo que se hace y es bueno.
Recuerdo siempre una frase que se encontraba en letras enormes a la entrada de una cárcel: "Cuando hago un mal todos lo recuerdan, pero cuando hago un bien todos lo olvidan". Es como si nos hubiésemos ido robotizando poco a poco y en nuestros chips mentales nos hubiesen puesto un antivirus que nos hace inmunes al bien. Pero, ¿qué nos está pasando? ¿Por qué nos cerramos a la experiencia del bien? Por qué nos sentimos raros cuando alguien nos hace el bien y nos tenemos que escudar detrás de la búsqueda de razones que nos expliquen su obrar y no conformes con ello, les lanzamos preguntas como las siguientes: ¿qué te traes entre manos? ¿Qué me quieres pedir? ¿Qué necesitas? ¿Me haces el bien porque quieres o tienes intenciones ocultas?... Acaso ¿nos resulta más fácil obrar el mal, porque nadie nos va a pedir razones del actuar?
Pedro y Juan se encuentran en esta encrucijada. Han tenido un “acto de bondad” para con un enfermo y aquellos, quienes mataron al que pasó haciendo el bien, ahora se lanzan al ataque de éstos. Intentan ser piedras de estorbo para los apóstoles que no hicieron más que, lo que tenían que hacer. Se entregaron libremente en las manos de aquel que es quien realiza las obras. Ellos lo dejan muy en claro. No hemos hecho nada nosotros, sino aquel al que ustedes mataron y que Dios resucitó, él, que reina sobre el mundo, es quien realiza la obra… somos instrumentos en sus manos. Un testimonio enorme de vida que nos lleva a considerar en nosotros aquellas ocasiones en que realizamos una obra, a cuestionarnos, ¿qué lugar ocupa la presencia divina en nuestras vidas? ¿Lo vemos(=a Dios) como quien obra o por el contrario, nos comprendemos a nosotros como quienes hacemos las cosas? ¿Cuál es nuestro testimonio de Dios?
La segunda invitación que dejo para este día es a descubrirnos en el amor del Padre. Aquel que nos ha amado primero nos invita a amar. Es la experiencia de aquel Jesús que, en la versión del lavatorio de los pies como suceso de la última cena narrada por el evangelista San Juan, recordaba a sus discípulos: “Sepan que no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos… ustedes son mis amigos porque todo lo que me ha revelado mi Padre se los he dado a conocer… si el mundo los odia, sepan que a mí me odió primero…”(Jn.15,15-19). Y dicha experiencia se nos manifiesta: ¡el mundo no nos conoce porque no lo reconoció a él!(1Jn.3,1). Y es que, aquella unión, aquella identificación, aquella adhesión con el Cristo que nos invita a amar no nos lleva a hacer otra cosa sino a amar. Ello lo descubrió muy bien San Agustín, cuando dijo: Ama y haz lo que quieras. Y con toda razón lanzó dicha invitación, porque quien ama, no hará otra cosa que no sea amar. Es la invitación que nos hace el apóstol en su carta: por medio del amor, por medio de ese testimonio de hacer el bien, por la imitación de Cristo en la experiencia de amar, nos convertimos en hijos “a los que el Padre ha llamado hijos de Dios…”(1Jn.3,1). Es la experiencia de “conocernos”, no como una vivencia cerrada solo a lo intelectual, sino como experiencia de vida. Es el ser y vivir como hijos de Dios en la medida en que, adheridos a la persona de Cristo nos dejamos guiar y obramos tal como él lo hizo. Así, “escucharemos y conoceremos su voz, la voz del Buen Pastor”(Jn.10,14).
La experiencia del pastoreo es una tarea que todos realizamos en la vida diaria. A unos corresponde el pastoreo de la comunidad cristiana de la Iglesia, a otros, el pastoreo de su hogar, de su familia… pero, ¡todos estamos congregados en un rebaño universal del cual Cristo es el pastor supremo!(Jn.10,16) Sin embargo, ¡cuán a menudo nos olvidamos de que somos rebaño! Nos entregamos sin miramientos al “prestigio” que concede la tarea de servicio que implica el “ser pastor” y nos olvidamos de que también somos rebaño. ¿Nos dejamos guiar por el Buen Pastor? O, por el contrario ¿nos hemos convertido en asalariados? ¿Cuál es mi experiencia en este rebaño? Quien conoce o ha vivido el acompañamiento de un rebaño desempeñando la tarea de pastor conoce las vicisitudes que ocurren en la tarea. Estar al cuidado de ovejas no es fácil. Hay que llevarlas a pastar a la hora, cuidar de su salud, estar pendiente de que no sean víctimas de los “lobos”, seguir a aquellas que se desvían del rebaño, buscar a la que se pierde, etc… Y esta experiencia es la que nos desarrolla el evangelista en labios de Jesús: “Yo soy el buen Pastor… doy la vida por las ovejas, por eso el Padre me ama”(Jn.10,1.17). El buen pastor es aquel que realiza el bien para con su rebaño, aquel al cual “las ovejas conocen” porque las ama, a cada una llama por su nombre. Pero, ¡ojo!, hay pastores que se convierten en lobos y no realizan nada bueno para con las ovejas. Sólo las tienen para servirse de ellas, para que estén a su disposición y sacar el mayor provecho. Se convierten en asalariados y en lobos que se las devoran sin compasión, porque no hay bondad en sus corazones. Y a ellos, las ovejas no los siguen, porque ¡no reconocen su voz! Que en los diversos momentos de nuestras vidas aprendamos a ser pastores y rebaños del cual Jesús es el Pastor supremo. Que aprendamos a dejarnos guiar por aquel que nos invita a hacer el bien. Que aprendamos a ser y tener sensibilidad para descubrir el bien, lo bueno, la bondad en todo lo que realizamos por la asistencia e iniciativa amorosa del Padre que nos llama y convoca a ser sus hijos.

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